Comíamos lo que había, el presupuesto no daba para muchos caprichos con doce personas en casa. Sí, doce: padre, madre, nueve hijos y la abuela, en una casa minúscula con tres habitaciones y una cocina-comedor en la que abundaban las gachas y la sopa de pan, que sabían a pobre y a amparo maternal repartido entre seis chicos y tres chicas. Yo era la número ocho.
A la mesa nos sentábamos por turnos. Había que acudir al primer aviso y comer seguidito, que había cola, y si no te gustaba el plato ya te podías ir. Pero eso sí, en la cena mi madre te volvía a poner el mismo manjar, tal y como lo habías dejado… ¡Menuda era mi madre! No le gustaba cocinar. No es de extrañar. Criar a nueve hijos deja poco tiempo para hacer de la cocina un quehacer creativo. Los lunes la colada, los martes la compra, los miércoles remendar, y así cada día lo tenía adjudicado a una sola tarea que, por volumen, le ocupaba todo el día.
Aun así, había algún plato que le salía realmente bien. Los calamares rellenos y el fricandó de ternera, por ejemplo. El fricandó fue un clásico porque no llevaba mucho tiempo prepararlo. El guiso quedaba en los fogones haciendo “chup-chup” y a otra cosa mariposa. Pero los calamares rellenos eran más caros de ver por lo laborioso del picadillo. Igual pasaba con las croquetas. ¡Las croquetas! ¡Casi me olvido! Otro plato estrella de mamá. Este tenía la ventaja de que podía prepararse en dos fases: la pasta, un día antes, y rebozar y freír el día de consumo. Pero ¡ay! Esa bandeja regordeta de pasta de croquetas que se enfriaba en un rincón peligraba desde que salía de la sartén. Atraídos por el olor, íbamos pasando a pegarle un pellizco cuando mi madre no estaba. Le hincabas un dedo a la pasta y te llevabas un trozo a la boca. Porque la pasta estaba tan buena o más que el producto final. Luego, con cuidado, remodelabas el conjunto para que no se notara. Pero se notaba, ¡claro que se notaba! Eran nueve pellizcos en total. La masa se encogía y la bandeja se ensanchaba… ¿De qué demonios las hacía? Ah, sí, de jamón y bacalao. ¡Una mezcla gloriosa!
Pero el plato triunfador en mi familia numerosa eran las patatas fritas. Sin lugar a dudas. Era el primer plato en la mesa de los sábados, símbolo de dicha universal. Nos estimulaban la imaginación, y después de robarnos el máximo de patatas posibles los unos a los otros, salíamos disparados al terrado donde un sol todopoderoso nos bañaba las ideas. Por aquel entonces mis hermanos mayores ya despuntaban cada uno en su especialidad. Estaba el químico, que hacía aleaciones inverosímiles. De vez en cuando se oía una explosión seguida de un grito de mi madre que venía zapatilla en ristre, dispuesta a castigar al culpable. El químico pasaba hambre, decía. Soñaba con los bistecs del Carpanta del TBO, imposibles de ver en nuestra mesa. ¡En esta casa no hemos pasado nunca hambre!, replicaba ofendida mi madre, pero acababa comprándole uno, solo para él, porque crecía más que los demás. Los bocadillos se los hacía de barra de cuarto, y cuando lo tenía listo se lo acercaba al estómago y decía convencido: ¡Cabe!
Le seguía el hermano atleta, que había colgado unas anillas en el techo del lavadero e intentaba el famoso Cristo de Blume. Él fue quien importó los bocadillos de sobresada caliente. Se los hacía cuando volvía de entrenar y poco después, el aroma nos había juntado a todos en la cocina con la misma idea…
Un tercer hermano que rondaba siempre en la cocina era el empollón, un sibarita gastronómico que se hacía huevos al plato con ingredientes impensables para encumbrar el platillo tradicional, pero de su invento, no regalaba ni las migas. “Si quieres comer te lo preparas tú”, y volvía a sus libros. Los demás revoloteábamos por allí, entre las fritas, los huevos al plato y los bocadillos de sobrasada caliente, y dejábamos volar la imaginación hacia otros terrenos creativos: desde hacer sputniks con cerillas y papel de plata hasta montar verbenas con guirnaldas de papel de barba, entre las que colgábamos a personajes recortados del TBO. Desde entonces, la coca de San Juan tiene sabor a verbena, siempre, y el champagne ―todavía no se llamaba cava―, también.
Hasta aquí yo no fui una persona independiente. Había crecido siendo parte de un todo, como de las ollas que se ponían en el centro de la mesa y… “maricón el último”. Pero en el 74 sufrí un cambio significativo. Me enamoré de un holandés y me fui tras él a un país falto de montañas y lleno de agua. No cabe aquí todo lo que me suscitó un país que se había hecho a sí mismo ganándole el terreno al mar. Me ceñiré a la gastronomía y a su impacto en mí. Lo primero que me sorprendió fueron los olores: los ahumados, la mantequilla derretida y los efluvios del orujo de hierbas, muy eficaz contra el frío. Pero en un país donde no crece la materia prima que dé sabor y color a sus platos, se atrofia la imaginación culinaria. El plato nacional, una crema de guisantes con panceta ahumada, me remite a las heladas y al frío. Puchero mondo y lirondo, pero tan solo como las tardes de invierno junto a la estufa porque la calle era inhóspita. El otro ―tienen dos―, me transporta a los restaurantes de los canales, con sus terrazas en el muelle, al borde del agua. Son los panqueques, salados o dulces, pero tan densos como el cielo holandés, que reposa siempre sobre los hombros… Los dulces son otro cantar. En especial los poffertjes, unas tortitas esponjosas cubiertas de azúcar glas que saben a otoño y al humo de leña de las chimeneas. Se degustaban en los restaurantes al pie de las arboledas, después de caminar sobre medio metro de hojarasca en un escenario de tonos inimaginables entre el amarillo y el rojo.
El matrimonio con mi holandés errante no funcionó y volví a mi Barcelona natal, donde los sabores mediterráneos me reacomodaron a mis orígenes: paellas junto al mar que me devolvieron amigos y barbacoas bajo el sol que me arrancaron el cielo holandés de las entrañas, el único al que le guardo rencor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario