SIETE VESTIDOS - 28/05/2020




Mi madre se complacía cosiendo, debió ser así, porque con nueve hijos y sin ayuda no había tiempo para hobbies, y ella solo se sentaba para coser. 

Lo hacía para las chicas, ya se sabe, en la costura la creatividad da mucho más de sí en los atuendos femeninos. Y aunque a mis hermanas uno y tres algo les caería, la verdadera agraciada fui yo, la número ocho, cuando a mi madre ya le habían crecido los pequeños y andaba más desahogada. Todos los demás eran chicos que pasaban sus trajes de unos a otros conforme iban creciendo. Tremenda consecuencia para el más pequeño que heredaba siempre la ropa del anterior y a veces la misma durante años porque les habían comprado a dos o tres el mismo modelo en unas rebajas... 

Con las chicas era distinto. Teníamos la suerte de ser tres novenos del cupo descendiente y las féminas, ya se sabe, han de vestir siempre algo distinto de las demás y distinto de ayer.

Una tarde cualquiera de mi madurez, de vuelta de mi fracasado matrimonio y de muchas otras cosas que te depara la vida, estuve recordándolos uno a uno y los dibujé para la posteridad, no se me fueran a olvidar otra vez. Al hacerlo, vi que cada uno me contaba una historia pequeñita.

Vestido rosa de percal, manga corta japonesa, falda de vuelo y cinturón azul cobalto de tablillas, lazado atrás.-

El motivo fue la boda de mi hermano número dos. Era la primera boda y debíamos vestir de fiesta. Mi madre rebuscó en los armarios y fue eligiendo vestuario para los ocho que no eran el novio, pero para la niña no había nada de nada. Y se puso manos a la obra. Sufrimos las pruebas las dos, mi madre intentando que me estuviera quieta y yo, que con nueve años solo deseaba salir corriendo para volver donde había dejado interrumpidos mis juegos.

El resultado fue una niña larguirucha vestida de rosa y azul que miraba curiosa todo cuanto acontecía alrededor de los novios.

A la salida de la iglesia, mi hermano nueve y yo fuimos los que más arroz tiramos a la pareja de recién casados.

En la boda perdí el cinturón. Me lo quité porque me molestaba para correr y saltar por ahí, cosa que hice en cuanto pude escamotearme.

Vestido de gabardina amarillo yema con cuello camisero, doble botonadura y falda de tablas. Botones, cuello y cinto en marrón moca.-

Esta maravilla fue confeccionada con muchos suspiros entre costuras ―consecuencia de unos patrones complicados―, y por insistencia de mis hermanas mayores que convinieron que el modelo era el más elegante de la revista y la combinación de los colores yema y chocolate el colmo del buen gusto.

Lo llevé poco. Sería de cuando pegué el estirón y tanto trabajo quedó rebasado por el crecimiento súbito de la modelo. Además, mis once o doce años encorsetados en aquella tela tan rígida, no se acostumbraron nunca a su tacto, ni al dicho de que “para presumir hay que sufrir”, y lo recuerdo sobre todo como el vestido más largo en la tortura de pruebas. Aun así, en mis oídos resuenan todavía las alabanzas que el vestido arrancaba colgado en el armario, pues se convirtió en pieza de museo.

Pichi en tweed de cuadros azul oscuro y verde, escote ribeteado con cinturilla azul oscuro con acabado en borlas del mismo color. Chaqueta a juego, cuello Mao ribeteado azul oscuro, así como el reborde y los puños.-

El pichi, pieza indispensable en toda chica moderna, fue un verdadero regalo para una presumida como yo. 

Al pichi lo acompañaba siempre una blusa de chifón blanco con mangas abombadas terminadas en puños cerrados con botones de nácar, puños que yo acostumbraba a llevar rozados porque no me la sacaba de encima. 

Me sentía muy mimada con aquella ropa. Si todos los vestidos de mi madre me quedaban perfectos por estar hechos a medida, este en particular me quedaba como un guante y resaltaba un bustito incipiente que aspiraba a más. Así que el pichi y yo nos lucimos conscientes de nuestro atractivo. 

Lo llevé mucho, mucho, mucho. Y resistió bien el tiempo. Siempre estaba igual. Era la indumentaria que me ponía para ir al colegio de niñas bien donde tuve la desgracia de padecer un bullying que me torturó durante seis años, pero eso es otra historia. Como ya había crecido en lo alto todo lo que daban de sí mis genes, ahora me desarrollaba a lo ancho y, como en el pi-chi el pe-cho queda fuera, nos acomodamos el uno a la otra, él a mi desarrollo y yo a una apariencia que pasó de niña a mujer. 

Fue, por tanto, la pieza que más llevé y de la que recuerdo más anécdotas. Como la vez que se encaprichó del modelo la madre de una amiga y creó una imitación deplorable que le costó una depresión a madre e hija. O como cuando fui a casa de una amiga a estudiar y de tanto juguetear con las borlas perdí una sin darme cuenta y mi pichi quedó mutilado por siempre jamás porque mi madre me aseguró no tener tiempo de buscar otra borla en el mismo color de lana. O como aquella vez que lo llevé al puto colegio (perdón… además ya he dicho que eso es otra historia) y la pija de turno me ridiculizó preguntándome si llevaba el uniforme de Betania... (que es otra escuela de alto copete con un uniforme muy bonito, pero uniforme al fin).  

El pichi será siempre el pichi, un modelo único que fue muy preciado por mí, su dueña y señora.

Camiseta de punto marrón tabaco con estampado de grandes flores blancas, manga corta y escote corpiño ajustado al busto con cordoncillo marrón. Minifalda plisada blanca de tergal para completar el conjunto.- 

Este conjunto me lleva a mis primeros empleos como taquimecanógrafa. El sistema Dalmau me permitía coger al vuelo todo lo que mis jefes de Nestlé me dictaban. ¡Qué cosas, la taquigrafía! No prosperó… Se armaron un lío con tantos métodos, creo yo. El mío tenía la misma particularidad que todos, que se te olvidaba con el desuso y hoy solo me acuerdo del ganchito de la terminación “mente” que yo luego no siempre podía entender porque no tenía buen pulso en los finales de palabra… 

Nestlé fue mi primer empleo. Un empleo serio, pésimamente pagado, pero en una multinacional, donde tuve que hacer dos horas de pruebas psicotécnicas para entrar. Y entré. De mis quince a mis dieciocho estuve en el Departamento de Compras trabajando y jugando (¡qué quieres a esa edad!..). Había que fichar a la entrada y daban un premio a la puntualidad para estimularla. Yo me salvaba por los pelos porque llegaba siempre en el último segundo.

Mis primeros admiradores nacieron entre aquellas paredes. Los jovencitos que intentaban quedar conmigo a la salida y los señores que me miraban el escote a escondidas… Solo fueron “tastets”… Me sentía muy atractiva con aquel conjunto de camiseta larga estampada y falda corta que ellos me alababan tanto, incluso me gustó aquel día en que, llena de ímpetu juvenil, salí disparada de mi mesa y tropecé con el cajón de abajo abierto, el de los archivadores, y caí cuan larga era, con las piernas de mala manera aún sobre el cajón, como un potrillo herido, pero con mi faldita en su sitio… 

Una mañana, uno de mis jefes me dijo que en la sala de visitas estaba Santi de Los Mustang, aquel guaperas del grupo musical que pegaba fuerte. Me dijo si quería ir a decirle que hoy no le podría recibir y así, de paso, tendría ocasión de darle la mano al ídolo de la juventud. Pero mi menda no tiene ni tenía ídolos, así que fui a la sala de visitas a decirle lo mandado. No sé qué negocios podía tener el de Los Mustang con la Nestlé pero como yo tenía la estupidez y altanería propias de la juventud, le di el recado sin siquiera estrecharle la mano, no se fuera a pensar que yo era una de esas fanes tontas que se ponen a gritar al ver a su héroe. Se fue muy ofendido. El jefe no quiso verlo y yo no quise pedirle un autógrafo…

Vestido de piqué blanco estampado con flores rojas y escote con corte corazón.-

Otra boda. Del hermano cuatro y en pleno agosto. No tuve que comprarlo para la ceremonia porque mi madre me había hecho hacía poco esta festiva creación porque sí. Fue muy elogiado, pues resaltaba mucho sobre la piel morena, y yo cada verano me ponía como la carbonilla.

También este duró mucho. Me vienen a la memoria aquellas primeras salidas con mis novietes de prueba. Una vez salí con un tal “Esteban” que conocí en un programa de radio. Entonces se ligaba en los programas de radio y yo no iba a ser menos. Le escribí, me contestó y nos conocimos. Solo que cuando me contestó firmó “Antonio”. Yo no entendía nada, pero mi hermano número seis, el pillo, se mondaba. Empieza bien la relación, dijo entre risas, con identidad suplantada... Yo, que era igual de ingenua que ahora, fui a la cita. Era alto, como había dicho, un poco llenito, ya me iba bien, y denotaba seguridad en sí mismo. No vino solo, vinieron tres. Y fui acompañada de tres chicos que lucí desde la Calle Pelayo hasta el final de Las Ramblas, casi en silencio, porque no teníamos mucho tema de conversación. Al final mi Esteban-Antonio (que me aseguró que se había equivocado al firmar y yo todavía fui tan cándida de sopesar la veracidad de sus palabras), me hizo la pregunta clave: ¿Quieres ir al cine o a bailar? Al cine, dije pensando que tenía menos peligro. Pero luego en la sala, una vez a oscuras, padecí, aunque Esteban-Antonio debió sentirse indulgente porque no me metió mano. 

Pues todo eso con mi vestido de flores rojas sobre fondo blanco nieve.

Vestido charlestón de talle bajo, faldita plisada y escote cuadrado. Estampado muy fashion con círculos concéntricos gris merengo sobre un fondo amarillo limón.- 

Fue mi preferido. Siento no poder decir de qué tela estaba creado, ya no me acuerdo, pero no se arrugaba. Podía ser tergal, o poliéster, o fibra…

Este vestido seguro que me traerá muchos más recuerdos, pero el primero que me viene a la memoria es el del baile que me pegué con él sobre una mesa de billar. Sí, bailé sobre el tapete verde junto a mis amigas del alma, al ritmo de Spirits In The Sky. Los chicos que nos rondaban, abajo, sorprendidos por el espectáculo. Nos marcamos un paso de baile sincronizado que improvisamos allí mismo, en el que levantábamos una pierna, tipo cancán, ¡Ay, Dios!.. ¡Y yo que me río de las tonterías que le veo hacer ahora a los jóvenes!.. ¡Si yo hacía lo mismo!.. Sí, nos subimos al billar que había en el desván de la casa del más adinerado, así, de pronto. No habíamos bebido, no íbamos colocadas. Simplemente fue oír Spirits In The Sky y una de las tres dijo de subir. Y las tres locas subimos y montamos el número.  Sé aún cómo me sentí: triunfadora, dueña de la situación y con la sartén por el mango, y los chicos embobados abajo sin poder dominarnos. No recuerdo cómo bajamos…

Vestido ajustado de punto con rayas horizontales desiguales en diversos colores y con escote barco.-

Mi segundo preferido. Me encantaban los colores y que se me ajustara tanto al cuerpo. Tuve éxito con él. El primero en una fiesta a la que me llevó mi hermano número seis, el pillo. ¿Quieres venirte a bailar?, preguntó. Entonces ir a bailar consistía en ir a fiestas particulares a media tarde, montadas en garajes subrepticios con cuatro bombillas cubiertas de celofán rojo, un tocadiscos, unas bebidas en un cubo con hielo y los discos que traíamos todos. ¡Qué precariedad más excitante! Mi madre lo consintió porque iba acompañada de mi hermano y yo me sentí ufana de que me llevara como pareja... de intercambio, claro. Pero nada más llegar, mi hidalgo escudero desapareció, primero con una rubia y luego fue una morena, ¡el muy tuno!, y yo me quedé sin escolta... No disfruté mucho del vestidito de rayas con escote barca... pendiente solo de frenar los impulsos del chaval que se apropió de mí durante toda la fiesta... 

Cuando volvíamos a casa me confié a mi hermano seis y le conté con pelos y señales el acoso que había padecido. Él, que no era por nada el más pillo y sexual de todos nosotros, dejó escapar una risita furtiva y me contó, también con detalle, todos los intentos que había hecho él mismo probando chicas… Vaya, que descubrí el mundo.

Siete fueron los vestidos, siete. Como los días de la semana, como las vidas del gato. Y Siete ha sido siempre mi número de la suerte.  




3 comentarios:

  1. ¡Buen relato! Ligero, fresco y tierno. Recuerdos de un tiempo que, de una manera u otra todas vivimos. Yo heredaba mis vestidos y recuerdo con agrado los pocos que me fueron comprados. Con especial cariño evoco la entrada a la tienda, de las buenas y cara, las probaturas y los consejos de la experta dependienta, siempre muy bien puesta. Después llegaba a casa muy ufana y ansiaba que llegara el fin de semana, para ponerme mi vestido de los domingos. Lo llevaba con orgullo olvidando por completo que mi madre pagaba a plazos.

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  2. ¡Qué historias! Al final va a resultar que los vestidos dan mucho de sí, que tienen relatos escondidos a cuál más tierno.

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  3. Querida, qué preciosidad! Algunos de estos vestidos todavia los recuerdo! Ciertamente eras la chica más joven, guapa y moderna, y a la que todas tus sobrinas queríamos parecernos... Recuerdo tu tipazo, alta y morena, y lo bien que te sentaban todos los diseños de la abuelita Lorenza... Que manos tenia... eran un portento! Yo hago mis pinitos con al costura y mi madre me dice que lo debo haber heredado de ella... Què va! ella cosia de maravilla! M'he ha encantado mezclar los recuerdos con los vestidos... Es una idea muy moderna, tipo sex on tyhe city!

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