EL CLUB DE LES VANLENTES - 10/06/2020


Cales Piques, Menorca, año de gracia… … ¿1999?.. ¡Qué más da!..  Fue un verano distinto a los otros, en el que nos juntamos cuatro mujeres ociosas y libres en aquella casa del acantilado. Yo estaba potente, o sea llenita, y como soy  la más alta dondequiera que voy, es fácil localizarme en esta recreación fotográfica. Les presento a las otras tres. La delgadita de la izquierda, la que está en los huesos, es Piluca, la más pija con diferencia. En el suelo Felisa, que hace ver que descansa, pero que aún no sabe que una silla es para sentarse. Y a mi lado la introspectiva  Marta, que solía llenar los silencios con sabias reflexiones, pero que tenía poco la palabra… 

La casa era de Marta y de Arturo, el único hombre que nos acompañaba porque el de Piluca estaba trabajando en Barcelona y Felisa y yo no teníamos pareja. Arturo, en franca desventaja, optó por recluirse en sus cosas y, cuando no quedaba otra, pasear resignado a sus cuatro miss Daisy por la isla.

Hablábamos indistintamente catalán o castellano, pero siempre por los codos, por lo que, incluso bilingües, era difícil concretar algo. Y llegado el mediodía, incapaces de tomar un rumbo, dejábamos fluir la vida allá donde nos llevaba Arturo, que siempre escogía playas remotas para seguir aislado bajo el agua con su traje de neopreno. 

El parloteo incesante nos acostumbró a salir cada día más tarde. A veces, la poca determinación, nos llevaba a la genial idea de desayunarnos unas gambas al ajillo. ¡Total, ya eran las doce!.. Otras, reformadas, nos levantábamos temprano para ir al puerto de Ciudadela a zamparnos un bocadillo de mandonguilles en el Tritón, con los pescadores. Pero después del Tritón se abrían las tiendas y… 

―¡Así no hay quien haga planes! ―se quejó Arturo que cargaba la barca en la furgoneta con escasa ayuda por nuestra parte. 

Tenía razón, ya eran las dos de la tarde. Eso significaba volver de la playa a las seis, comer a las ocho y en la sobremesa dejarnos sorprender por la noche, enzarzadas en discusiones existenciales donde perdíamos por completo la noción del tiempo. 

Íbamos por fin camino de la Pregonda. Arturo se lamentaba de que el tramo a pie hasta la playa nos tocaría hacerlo bajo el sol más implacable.

―¡Estas no son horas de salir! ―refunfuñó aún tras el volante―. Llegaremos a la playa más tarde de las tres. ¡No estaré ni dos horas bajo el agua!..

―Pues hoy toma el sol ―replicó Piluca lánguida. Sentada en el asiento del copiloto no prestaba atención a la ruta porque solo sabía rebuscar en su bolsito naranja―. Deberías broncearte un poco, Arturo, que vuelves a Barcelona más blanco que los guiris ―añadió sin mirarle―. Además, hoy no hace falta que bajes la Tocapenoles, que a la islita de la bahía llegamos a nado.

―¡Encima que la he cargado!.. ―replicó él de inmediato.

La Tocapenoles era una embarcación neumática con motor fueraborda de cinco metros de eslora y cuarenta kilos de peso mal repartido que Arturo cargada y descargaba solito cada vez que salíamos. Con ella descubríamos islotes con piscinas naturales y cuevas subacuáticas, pero hoy no convenía el desmontaje y Piluca señaló con astucia:

―Así ya la tienes cargada para mañana.¿Ves qué bien?

―Sois... Sois... ―el cúmulo de quejas hacía tapón en la boca de Arturo.
―¿Qué somos? ―pregunté tirándole de la lengua. 
―Sois unas… unas… ¡indecisas!.. 
―Indecisas, no ―objeté―. Es solo que nos cuesta ponernos en marcha… 
―Pues eso, que sois… ¡que vais len-tas! ―dijo enfatizando las sílabas.

Felisa, que estaba empezando a perder el oído, captó las últimas palabras.

Que som valentes, dius? Oh, noi, ja ho crec que ho som! Ens portes sempre a llocs bonics, però perillosos…

Piluca y Marta estallaron en risas que se retroalimentaban con cada comentario que se hacían la una a la otra.

Ha dit “vais lentas”, Felisa ―aclaré riendo contagiada por las otras dos.

Siguió una disertación a cuatro voces sobre lo que éramos, calificativos que nos ensalzaban a cuál más y mejor, y fuimos conscientes de que éramos un todo, de que los estímulos iban y venían entre nosotras sin pedir permiso y se multiplicaban. Poco a poco, la queja de Arturo quedó reducida en su asiento y su disgusto se esfumó como el humo se desvanece en el aire.

El resto del día, entre baños de mar y sol, estuvimos barajando nombres para “el club”. De todos los epítetos nos quedamos con el de Felisa, al que le añadimos una ene en honor a Arturo y Vanlentes fue la denominación oficial.

Al día siguiente prosperó la idea de una canción de marcha, para entonar camino de las playas, como los scouts. Eso fue demasiado estímulo para mí, que me puse a la labor y no paré hasta dar con la melodía y la letra. La cosa quedó así:

(Música de Quizás, quizás, quizás)

Trempades i contentes
Així, son les Vanlentes
Al sol, o a las palpentes
Plis plas, plis plas, plis plas.
La rialla ben maca
I el seny, a la butxaca
Les quatre cap a Itaca
Plis plas, plis plas, plis plas.
Ens aturem a l’ombra
Ben lluny de l’escombra
I fem parada i fonda
A Pregonda, a Pregonda.
I així passen els dies
I jo, desesperant-me
I tu, tu contestant-me
Plis plas, plis plas, plis plas (bis)

Por si fuera poco, decidimos que también tendríamos escudo. ¿Qué podía representarnos? ¿Cuál sería nuestro emblema? Yo garabateaba blasones sin ton ni son, sin inspiración o referencia alguna, cuando llegó Piluca y dejó su eterno bolso naranja sobre la mesa del comedor. 

―¿Qué llevas en ese bolsito tan pijo? ―dijo Marta que pelaba patatas para acompañar el pulpo de la comida-cena-desayuno o lo que viniera a cuento. 

No le dio tiempo a contestar porque las otras tres empezamos a enumerar las virguerías que debía llevar en tan poco espacio, y en esas estábamos cuando Felisa dijo:

No sé el que portarà, però va amb ell a tot arreu. És com un símbol…
Símbol de "simplicité" ―dije yo.
De "simplicité" i "mariconeté" ―rió Marta.
―"Mariconeté Jo-De-Te" ―respondí.

Y ya estaba armada otra vez. Mi mano no esperó y comenzó a dibujar el bolsito naranja en medio de las risas y los aspavientos y el escudo quedó terminado  aquella misma mañana, con lema incluido. Arturo, que se había hecho más asiduo desde que teníamos club, nos provocó: 

―No sois un club si no tenéis estatutos.

¿Lo dijo con intención? De eso no sabíamos ninguna de las cuatro. Y así fue como Arturo quedó involucrado y comenzó a dictarme el reglamento (de nuevo era yo la encargada), que escribí en una Lexicon vieja y olvidada pero con una cinta de recambio que funcionó. Y nacieron los estatutos.

Como colofón, nos hicimos una instantánea sin máquina de fotos. Eso me llevó otro día de trabajo, uno full time y nublado que nos retuvo en casa sin salir. Entonces nos fotografié para la posteridad con lápices de colores. 

Quedaban por hacer las copias de estatutos e himno para todas nosotras. ¡Adivinen!.. Sí, se ofreció voluntario. Cogió la furgoneta sin decirnos nada y volvió de Ciudadela con copia de todos los documentos del club, ¡incluida la suya propia!.. 

El acantilado de Cales Piques entraba a raudales por las ventanas y nos hacía guiños de complacencia sobre la superficie de un mar en calma. Era el verano de 1999, ahora lo recuerdo bien.

4 comentarios:

  1. Agil, mucho decir por tratarse de una de la vanlentes, pero sí, la lectura del relato es veloz porque te arrastra hasta lo más absurdo, que es a la vez lo més divertido. El sinsentido de lo vivido. Muy bien escrito y descrito. Me pareció verlas, aun solo conocer a una de ellas, la más valenta (no falta ene). Me pareció oirlas y sus risas han despertado la mía. ¿Qué más se pude pedir?

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