TRES SILLAS - 28/07/2020




I

E

l ventilador giraba a velocidad uno, lento, solo para hacer circular el aire. Yo lo seguía con la mirada para volver a quedarme dormida, como otras veces, pero un desasosiego me mantenía despierta, explorando las imperfecciones del techo. Eran las de siempre. Justo a la izquierda del ventilador estaba la pequeña grieta en la pintura y en la esquina derecha, casi en la cabecera, aquella leve mancha amarronada con la forma del continente africano, incluido Madagascar.

Eran tan solo las seis de la mañana, pero ya hacía calor. Tenía el cuello del pijama húmedo y la cabeza llena de pensamientos obstinados. ¡Arriba, Elisa!, me dije, lo mejor es ponerse en marcha cuanto antes: tomar una ducha, bajar la maleta al coche y marcharse al hotel. Me levanté para ir al cuarto de baño y el parqué crujió donde siempre, con una queja prolongada.

La autopista estaba vacía a aquella hora de la mañana y conduje hasta Llançà de una sola tirada, sin detenerme a desayunar.

El Grifeu, anclado en la misma playa, me pareció más sombrío. Nunca lo consideré un hotel bonito, pero sus dos terrazas con barandas de piedra colgadas sobre el mar me recordaban la idílica villa de Montalbano en su Vigàta ficticio. Hoy flotaba en una atmósfera taciturna, envuelto en una neblina que emborronaba cielo y mar en una acuarela opaca.

En el mostrador, cuando me entregaban la llave de la 106, noté un toquecito en el hombro. Miré a mis espaldas y la reconocí enseguida.

―¡Marta! ¡Ostras, Marta!

―¡Qué sorpresa, Elisa! ¿Estás en el hotel?

Nos quedamos hablando en el hall, ella en bambas y sudadera, yo maleta en mano, contándonos cómo nos había ido desde que nos habíamos perdido la pista tras el voluntariado de Caritas. Ella no quiso entretenerme más y propuso comer o cenar juntas. Dudé un poco porque había venido buscando un espacio para mis reflexiones, pero Marta era una compañía grata y dije de vernos en la cena. Luego subí a instalarme en mi habitación.

Estaba cansada. Apenas había dormido. Pensé en salir a desayunar algo, pero me tumbé sobre la colcha y me quedé dormida, con la maleta por deshacer.

A las ocho entré en el restaurante del hotel. Marta me esperaba en un rincón, junto al ventanal, donde la puesta de sol prometía naranjas y fucsias. Me senté junto a ella. El mar, la intimidad de una mesa pequeña y un comedor vacío, hicieron que la conversación prosperara poco a poco hacia revelaciones profundas que nada tenían que ver con nuestras someras confidencias del pasado. Parecía como si hubiésemos esperado al momento propicio para compartirlas.

 Llevábamos casi dos horas hablando, había oscurecido y el comedor se había llenado de gente. De mutuo acuerdo salimos a buscar nuestros bañadores y nos acercamos a la playa, desierta en aquel momento. Allí, después de un breve baño nocturno, seguimos la conversación donde la habíamos dejado.

―Algo se despertó en mí ayer ―repetí, expulsando la arena de las puntas de la toalla―. Decidí rodearme de los amigos más próximos, no quería dejar pasar los cincuenta como si tal cosa. Y son amigos, sí, pero fugaces. Hoy es uno y mañana es otro. ―Miré la luna esconderse tras un jirón de nube―. Los amigos entran y salen de nuestras vidas como los camareros de la terraza de un bar ―recité―. No es mía, la frase, pero resume muy bien lo que siento. Ninguno de ellos sabe nada de mi vida, ni yo de las suyas, por supuesto, y entonces el contacto es frívolo, trivial. Me sentí rodeada de gente, pero sola, ¿puedes creerlo? ―Miré hacia ella. Tenía el perfil iluminado por las luces de las terrazas, desde donde llegaba un leve murmullo.

―Es verdad ―dijo―, hay compañías que… ¿Conoces el poema de Machado? Tengo a mis amigos en mi soledad, cuando estoy con ellos que lejos están.

Sí, exacto, eso es. ¡Qué excelente manera de describirlo!

»Pero anoche… anoche fue algo más ―seguí diciendo―. Apareció un sentimiento más antiguo, uno que se encarniza conmigo cada vez con más frecuencia. Sale a la superficie y sin darme cuenta lo ahogo, no lo dejo hablar. Y tiene que ver con mi familia. ―Evoqué la emoción y añadí―: ¿Has tenido alguna vez la sensación de “patito feo”, Marta?

 Marta no entendía.  Entonces le expliqué que desde hacía un tiempo notaba que la relación con mi familia no era la que yo creía. Que si bien nuestras vidas habían tomado caminos diferentes, yo esperaba un vínculo con ellos que ya no existía. Que lo descubrí de golpe, el día en que celebrábamos las bodas de plata del mayor. Fue un sentimiento devastador que abrió una brecha entre ellos y yo. Tuve la sensación de que lo celebraban con y para sus familias y que yo era una mera invitada. Entonces comprendí que mi familia ya no era mi familia, que se había desvanecido.

Marta vio cierta lógica en todo ello. Balbució no sé qué del peso de la nueva familia.

―Pero, con mis padres ya fallecidos, ¿qué otro vínculo me queda si no es el de mis tres hermanos? ―dije contrariada―. ¿La nueva relación anula la anterior? Yo sigo siendo su hermana y ahora también la tía de sus hijos y la cuñada. No veo por qué la nueva familia tiene que sustituir a la que tuvimos. ―Me quedé unos instantes con la mirada perdida en la nada. Luego dije―: En realidad esto ya viene de antes. Si miro hacia atrás, solo veo desapego, desinterés mutuo. Es como si no hubiéramos crecido en el afecto, Marta. Me pregunto si alguna vez hemos sido una familia…

Marta opinó que en todas las familias cuecen habas, que ella, con sus padres, tenía un sentimiento a la inversa.

―Son estupendos ―dijo―, pero mi condición de hija única me liga demasiado a ellos. He deseado tantas veces tener un hermano, tan solo uno, alguien conmigo en casa, de mi generación. No tengo ninguna referencia para opinar sobre cómo influyen mis padres en mi vida. Esa fraternidad, la he tenido que buscar siempre fuera de casa.

―Ya… ―Traté de imaginarme la vida como hija única. Mis tres hermanos varones no habían sido una compañía fraternal―. Bien mirado ―dije―, yo tampoco tuve hermanos. Nosotros vivimos bajo el mismo techo, pero no fuimos ni amigos ni confidentes, solo compartíamos juegos, bueno, más ellos que yo, yo era la chica, pero luego íbamos cada uno por su lado, no compartíamos nada más. Hasta cierto punto es así como va en todas las familias, pero yo echaba en falta la cohesión, la complicidad. Eso no existía porque mis padres no lo habían fomentado. Así era mi casa, así crecimos… Envidio a las familias que hacen piña. Y a todo esto se añadía la diferencia en el trato. Ser la única chica y la pequeña me dejaba fuera de muchas cosas…

―Vaya, que juntos pero no revueltos ―concretó Marta.

―No, no me encaja ese refrán. Yo me refiero a… ―buscaba las palabras, pero lo dije tal cual―: Tener solo hermanos en una familia machista, incluida la madre, es un tormento que llevas con resignación, Marta, no hay alternativa, no mientras eres pequeña.

»…Lo peor de todo es no contar, sentir que no te toman en serio ―añadí pesarosa.

Marta asintió. A ella le ocurría en el ambiente laboral, dijo.

Llevábamos otra hora hablando sin parar. En mi frenética necesidad por soltarlo todo en una noche, había torturado las puntas de mi toalla hasta dejarlas retorcidas. Aquella insatisfacción con la vida que me había tocado vivir, había tomado voz y ya no quería callar.

Marta contuvo un bostezo y pensé que me había excedido

―He abusado un poco de ti, ¿no? ―le dije―. Eres… de las que saben escuchar.

―No, ni mucho menos. Yo también necesito cambiar impresiones sobre estos temas. No siempre se tiene ocasión ―dijo sonriendo―. Solo estoy algo cansada.

―Sí, vayámonos a dormir. Además, hace mucha humedad esta noche.

Volvimos al hotel. En la recepción Marta sugirió que mañana podríamos caminar hasta Port de la Selva por el Camí de Mar. Ella se iba a mediodía. De acuerdo, dije.

En la habitación abrí la ventana y la cadencia del mar sonó un poco más triste. Me di una ducha rápida para sacarme la arena y la sal y me metí en la cama.

 

II

 

M

adurar no es cosa de una noche. Te crees que después de haber volcado tu interior sobre una toalla en la arena comprendes lo que te ocurre y que con ello se ha solucionado. Pero la  herida seguía abierta y yo me afanaba en cubrirla con tiritas provisionales. Marta notaba mi malestar, aunque yo ya no le decía nada. Hubiera sido repetirle una y otra vez la misma queja cuando yo era la única que podía tomar cartas en el asunto. Desde el fin de semana en Llançà nos veíamos a menudo para un cine o una cena. Ella se hacía cargo de mi bajo estado de ánimo y me enviaba frases de aliento en la despedida, convencida de que, si no había palabras, bastaba con estar.

Había llamado a casa de Mateo para saber cómo estaban. Como siempre fue mi cuñada quien habló conmigo. Él estaba ocupado. Lo imaginé tras el ordenador incapaz de levantar la cabeza para nada que no fuera lo que estaba haciendo. Esta vez se me escapó. ¿No puede ni ponerse al teléfono? Lucía lo captó de inmediato. Tenía la facultad de intuir antes que yo lo que me ocurría. ¿Por qué no habláis?, me dijo. Confieso que mi primera reacción fue desistir. ¿Hablar con Mateo? ¿A solas? Me parecía inútil y, por qué no decirlo, también me daba miedo. Porque Mateo era un hombre de afirmaciones rotundas y muy bien argumentadas que te dejaban inconforme, pero sin poder rebatirle nada. De alguna manera sentenciaba, se apoderaba de la razón. 

Estuve dándole vueltas a la idea durante dos semanas. Hablar con cualquiera de mis hermanos sobre nuestra familia era una contienda en la que siempre salía herida. Sin embargo mi libertad interior bien se valía una batalla más. Decidí llamar a Mateo y pedirle que viniera a casa. Quiero hablar contigo, le dije, aquí estaremos solos y no nos interrumpirán. Dijo que sí, sin más. Reconocí la mano de Lucía en tan dúctil respuesta. La habilidad que ella tenía para convencerlo, no dejaba de sorprenderme.

Llegó receloso, temeroso de lo que se iba a encontrar. Después de ofrecerle café, cerveza y refrescos, optó por el eterno vaso de agua. Solo agua. Él no cedía nunca. Se había deshecho de todo lo superfluo y vivía con lo estrictamente necesario. Era un estoico al que admiré siempre hasta que advertí, en detalles como estos, que lo era hasta la exageración. Yo me serví un café cargado, quería estar bien despierta.

No sé cómo empecé, con mi insatisfacción supongo. Le dije lo que supuso para mí la vida en nuestra casa materna, el miedo a mi padre y el rencor a mi madre, porque su sumisión hizo que viviéramos atemorizados, y porque “hay que aguantar todo lo que Dios nos manda”… Después seguí con la necesidad que tenía de ellos, mis hermanos, a los que no sentí a mi lado entonces y ahora tampoco. No hubo mucho más que explicar. Todo esto ya se lo había dicho, solo que ahora lo había traído a mi terreno y quería una respuesta sin evasivas, aquí, entre las paredes de mi casa, solos él y yo. Escuchó, claro que sí, Mateo es como Dios manda, es correcto y civilizado, fiel a sus principios, justo, equitativo… ―¿Lo estoy sobrevalorando otra vez? ―Con algo de cansancio en la voz, me contestó lo de siempre. Que cada cual había vivido la familia de diferente manera y que no pensaba permitir que le cambiaran el concepto que tenía de una madre ejemplar. ¿Por qué le molesta que describa a la madre que tuve yo?, pensé, aunque no llegué a decirlo.

―Pero no me negarás que papá… ―insistí.

―Ese sí que era un déspota ―dijo―, y un verdadero problema. ―Y entonces, quizá por la presión de encontrarse bajo mi techo, confesó a media voz―: Yo huía de aquella casa terrible. Solo iba a dormir.

Me dio que pensar. Admitía que papá nos hizo la vida imposible, pero no que a mí me hubiera torturado la situación. ¿Qué es lo que no quería entender? Me acordé de mi soledad, abandonada a mi suerte entre unos progenitores siempre en pie de guerra. Ellos, los chicos, podían buscarse la vida, pero yo era la menor, y las chicas deben quedarse en casa.

Volví otra vez a la necesidad que tenía de ellos, mis hermanos, y él, molesto, no me dejó continuar:

―Tú me pides que te quiera porque eres mi hermana, pero yo no creo en el amor fraternal. La familia no se escoge.

Me costaba creer que no se mentía a sí mismo, que fuera tan indiferente a mi afecto. Si bien distantes, habíamos crecido juntos. Yo sí le quería, aunque después de esta declaración ya no sabía cuál era mi sentimiento hacia él, hacia todos ellos. Pensé en su familia, en Lucía, en sus hijos.

―¿Y tus hijos? ―dije―. ¿Acaso no se quieren entre ellos?

Por lo visto acerté porque me contestó a la defensiva.

―Bueno,  eso es otra cosa… es otra cosa… ―repitió sin argumentos al alcance de la mano.

Luego no me quiere a mí. Es a mí, a nuestra casa, a nuestro pasado. Lo ha borrado y no existe. Me pareció distinguir cierta cobardía en su fortaleza. ¿Temía perder una fortaleza que había forjado con pico y barrena sobre una parte frágil de sus emociones?  Las palabras no acudían a mi boca porque en esta discrepancia afectiva no éramos interlocutores válidos y porque me di cuenta de que apenas me había mirado a los ojos. Los alzaba un momento hacia mí y enseguida buscaban un objetivo más cómodo. No insistí más. Su confesión era decepcionante, pero me valía. Sentí alivio. Sí, cierto alivio. Que él reconociera que no me quería, era más soportable que la duda.

Nuestro tema de conversación habría dado para una tarde entera y muchas otras, pero él se levantó con sus últimas palabras porque consideró que no había nada más que decir. No me besó al marcharse. Quizá fue un descuido, o quizá porque dármelo habría sido contradecir sus palabras, porque yo me empeñaba en reclamar lo que no era. El sentimiento de siempre me dijo que se iba pensando que yo no tenía remedio.

Cuando cerré mi puerta tras él me dije que era inútil seguir llamando a la suya.

 

III

 

M

e senté a procesar todo aquello. Primero estuve callada, sentada en el sofá, sin saber qué hacer. Incapaz de quedarme sola con mis pensamientos, fui a la nevera, saqué una Moritz y me senté junto al teléfono, dispuesta a llamar a alguien. Mis dedos no dudaron en marcar el número de Ana. Era la más indicada, la que conocía de cerca a los Martín-Montalvo, los de entonces, los genuinos. La recordé como la vi por primera vez, con sus moñitos trenzados y su cara redonda inclinada sobre el pupitre. Descolgaron. ¿Ana? ¡Elisa! Dichosos los oídos. ¿A qué se debe el honor? No me riñas, Ana, tú tampoco me llamas. Es verdad. Mis hijos me tienen confiscada. Antes la niña, ahora los dos. ¿Todavía no van por libre? ¡Ay, hija, qué ilusa eres! Crecer, crecen, pero para lo que les conviene siguen agarraos a las falditas de su mamá. Eres una madre demasiado entregada. Pues sí, ahora no me riñas tú, Martín-Montalvo. No te riño. ―Me paré en seco―. ¡Uy! ¿Qué te pasa que no estás beligerante? ¡Ostras, Ana! ¿Beligerante yo? ¡No jodas! ¡Eh, ese lenguaje! ¡Que te voy a poner bicarbonato en la lengua, como tu madre!

Me eché a llorar, justo en ese punto. Ella, con solo dos preguntas, supo de qué pie cojeaba. Hacía unos dos años que no nos veíamos, pero cogió el coche y vino a casa.

Ana era quizá la persona de este mundo que me conocía mejor. Después de reparar en lo cambiada que estaba mi casa, se sentó en el tresillo nuevo, todavía admirada. Le conté la visita de Mateo. Consciente de mi disgusto optó por quitarle importancia.

―Siempre han sido muy suyos. Tus hermanos se mofaban hasta de su sombra. ¿No te acuerdas de que me llamaban Ana Palangana? Y todo porque una vez vine a pedir a tu madre una palangana para el baño porque la nuestra se había partido. No es nada personal, Elisa, son así con todo el mundo.

Sí, Ana, pero…

―Ya, ya, es muy fuerte que te haya dicho eso, pero mira, al menos ahora ya lo sabes. ¡Si no te quieren, peor para ellos!exclamó. Se había vuelto más pragmática con los años.

Sí, Ana, pero coño, entiéndeme también a mí.

―Si te entiendo, te entiendo, pero ¿qué quieres hacerle?

―¡Darme media vuelta, eso quiero!

―¡Pues, claro!

―¡No, no tan claro! Todos tenéis una familia, yo no. La que tenía ya no existe y la nueva no resultó. No he tenido suerte con mis relaciones. Todas muy bonitas pero ninguna la verdadera. En algo me equivocaría, supongo, pero ¿tengo que pagar este precio por no haber fundado mi propia familia? ¿La soledad? ¿Quedarme fuera de todos?

―Te puedes volver a enamorar.

¡No! Me he enamorado ya cuatro veces. Maravilloso, sí, pero tras el cuarto desengaño dije que se acabó.

―Pues entonces sin maromo. Tú tienes mil y un recursos para ir sola por la vida.

―Sí, pero ir sola por la vida significa ser siempre el segundo plato en todas las mesas.

―¿Qué quieres decir?

―Que todos te ponen en sus agendas cuando no vienen los hijos, cuando no van a casa de la madre, cuando la pareja no les requiere…  Y en mi familia otro tanto: “Llama antes de venir”,  “Vienen los chicos y está la casa llena, mejor ven otro día”. Es como el “¡Tu no juegas!” del patio del colegio. La sociedad está montada así, Ana. La familia es la piedra angular de la sociedad. Y no debería. El individuo debería contar más. Tú misma, Ana, sin ir más lejos. Tú no sales de casa apenas. Nos vemos bien poco.

―Pero cuando nos vemos es fantástico.

―¡Ana! ―protesté.

―Es que quiero animarte, Elisa, no me gusta verte así.

―Todos tienen una familia, mejor o peor, pero familia al fin ―insistí.

―También los hay que no la tienen.

Pues yo creo que tener una y que te digan que no te quieren, es mucho peor.

―Bueno, no exageres.  Ha dicho como hermana, no como amiga.

―Mira, yo eso no lo entiendo. Los hermanos se quieren como hermanos, y si acaso, también como amigos. O no se quieren, claro. También los hay que se han enemistado, pero no es nuestro caso. Eso sí puedo decirlo. Nunca nos hemos enemistado ni creo que lo hagamos.

―¿Y tus otros hermanos?

―Todavía los veo menos que a Mateo. En realidad, si no fuera por mis cuñadas, no tendríamos apenas contacto. Ellas son siempre el circuito que recorren las noticias y las que promueven y organizan las celebraciones familiares. Nosotros no lo hemos aprendido. Gracias a ellas seguimos viéndonos.

―¿Por qué no hablas con ellos?

―¡No! ¡No voy a pasar otra vez por esto! Apenas nos vemos o nos llamamos, solo somos un satélite en el universo del otro. Esto ha crecido así y no veo que una conversación vaya a cambiarlo.

Había sacado unas almendras, pero ninguna de las dos las había probado. Ana porque decía que no comía fuera de horas y yo porque estaba sulfurada. Me templé justo lo necesario para reconocer una evidencia:

―Creo que los he idealizado, Ana.

―Yo también lo creo. Te los has hecho a la medida de tus necesidades.

Tengo que cambiar esto. Me he creado unas expectativas que no se cumplen y me decepcionan.

―Claro. Ellos son lo que son, no han aprendido a vivir juntos. No esperes lo que tú has idealizado. Acéptalo, porque no cambiarán.

Ana bebía Coca-Cola y yo iba por mi segunda Moritz. Ella insistió:

―Pero con sus familias, ¿cómo son?

Con sus familias, fantástico. Los tres han tenido la suerte de encontrar a la mujer adecuada. Tienen buena relación.

―Por eso les va bien y no tienen el vacío que tú.

―Por eso les va bien, sí. Ellos han podido suplir la falta de cariño que no hubo en casa. Esa ha sido su suerte. Yo no la he tenido. Y yo, bueno, creo que quizá busco en ellos y en sus casas el hogar que no he tenido ―dije sorprendida de mis palabras.

Sonó el móvil de Ana. Su hija se había dejado las llaves y su marido quería cenar pronto. Se levantó como un resorte.

―Si puedo, mañana te llamo ―dijo. Una sombra me velaría los ojos, porque añadió―: Y si no puedo, también.


IV

 

A

na llevaba un tiempo llamándome casi cada día y lo hacía con humor, consciente de que yo lo tenía, aunque escondido en algún lugar recóndito de mi ánimo.

―Esteee, lo saben aquel que diu que se encuentran dos amigos y uno le dice al  otro: ¿Cómo estás?, y el otro le contesta: ¡Pues mira que tú! Pues eso, Elisa, aparca tu susceptibilidad un poquito, anda, que estás como un perro rabioso.

―Es que tengo los dedos de los pies muy largos ―le dije aún entre risas.

―¿”Mande”?

―Sí, y me los pisa todo el mundo. Es un dicho holandés. “Ese tiene los dedos de los pies muy largos, por eso se pica tanto”.

―¡Qué bueno! ¡Me lo apunto! Se lo voy a decir a Juan la próxima vez que me critique las zapatillas que le compro en el mercadillo.

―Hombre, Ana, para eso no servirá.

―Claro que sí. ¿No te gustan? A ver, déjame ver los pies. ¡Con esos dedos tan largos, todo te molesta, chico!.

El humor, me había olvidado de ese gran aliado. De eso, en casa, sí había, y mucho. Cuando un pueblo está muy reprimido, el humor se cuela por todos los resquicios del régimen. Era una teoría muy personal, pero seguro que estaba escrita. Me acordé del porrazo que me pegué aquella vez que mi hermano número dos quiso hacer una acrobacia y yo, subida sobre sus hombros, tenía que dejarme caer confiando en que él me agarraría por los pies justo antes de llegar al suelo. Me habían puesto el plumero rojo del polvo atado a la cabeza con una cinta, a modo de tocado circense. El resultado fue que no calculó bien mi altura y me estrellé contra las baldosas del piso. Berreaba y sangraba por la nariz. Mi hermano número tres, que sujetaba el taburete donde se había subido el número dos, cogió el plumero, le arrancó dos plumas y se las metió en la nariz y, entre lloriqueos, hacía ver que también sangraba.

Había que reconocer que, aunque eran unos brutos insensibles, el recuerdo nos había arrancado unas risas mientras se lo contaba a Ana. Ella me hizo ver entonces que,  además de las escenas dramáticas que habían marcado nuestra existencia, en mi casa también había reinado el humor y había grandes dosis de imaginación.

―No niego el padecimiento de aquella casa, Elisa, pero me acuerdo más de lo divertido, porque al estar fuera no recibía palos como tú, pero eso también era tu casa ―afirmó convencida. 

Desde que nos habíamos hecho adultas, apenas habíamos tenido contacto. Sin embargo, cada vez que nos hablábamos, parecía como si nunca hubiésemos dejado de hacerlo, como si retomásemos una conversación hilvanada a través de los años.

 ―Creo que se te juntan dos cosas ―opinó―: la decepción de tu familia y el rechazo a las familias en general. Y parece que tú echas la culpa de lo primero a lo segundo.

Poco a poco me iba quitando de encima ese sentimiento negativo que me unía y desunía a mi familia. Estaba aprendiendo a salir del epicentro de mi dolor y a merodear por los alrededores, a ver qué había más allá de la pena. Hablaba ahora con Marta, ahora con Ana, pero Ana había sido crucial porque conocía nuestro pasado de primera mano y me recordaba lo que mi malestar había borrado.

Había colgado y seguía con la sonrisa en los labios. Estaba yendo mejor. ¿Lo lograría? ¿Sabría vivir sin rencillas a pesar de las heridas? ¿Sabría dejar de lado que no hubieran reconocido nunca mi dolor? ¿Qué siguieran afirmando que mi versión no existía? El teléfono sonó y me sacó de mis cavilaciones. Era Mateo. Organizaba una comida familiar en su casa el sábado de la semana entrante. Que si me iba bien…

 

V

 

y que si iba a venir, preguntó más serio que de costumbre. Sí, claro que vendré, Mateo ¿Qué celebráis? Nada, una comida familiar. Hace mucho que no vemos a… Y nombró a mis hermanos dos y tres. A mí, la cuatro, no. Llámame susceptible, me dije bromeando conmigo misma.

Me preparé para la ocasión. Sabía que no sería fácil, que tendría que encajar inconveniencias, porque además de no estar compenetrados en el afecto, los Martín-Montalvo carecíamos de tacto y sabíamos meter la pata como nadie. Y también era muy consciente de que no sabía ponerme el chubasquero para que me resbalara lo que me había de resbalar. Pero yo estaba decidida. Partía de la base de que quería seguir en contacto con mi familia porque no tenerlo era peor. Había comenzado a llamarlos con regularidad, pero adoptaba cierta distancia. Preguntaba mucho y contaba poco, y el trato había mejorado. Había llegado a la sabia conclusión de que, si no quería la misma relación que antes, tenía que empezar una nueva, y una relación se forja en el tiempo, no se consigue en dos días.

Mateo había organizado el encuentro familiar con su peculiar estilo: una mesa donde no faltaba la comida bien cocinada, pero sin lujos ni caprichos, y montones de videos de sus viajes. Los montaba él, con música sincronizada y cantidad de zooms y panorámicas. Eran gratos de ver, pero como todo de lo que se abusa, un poco largos y repetitivos.

Nos juntamos alrededor de la mesa con la algarabía de siempre ―también éramos muy ruidosos, ¿no lo había dicho?― y casi todo eran bromas, porque habíamos aprendido a disimular con el humor cualquier cosa, feliz o desgraciada. Era una forma de darle a la vida un único matiz amable y así evitar reconocer lo que nos dolía.

También las conversaciones iban, como siempre, sobre los Martin-Montalvo: los M-M padres, los M-M hijos y el nieto de Mateo. Yo escuchaba. Me percaté de que, aun siendo centrífugos, había un afán enfermizo por hablar siempre de nosotros mismos. Tomé nota, porque seguro que yo pecaba de lo mismo. De momento, todo iba bien, callaba mucho y escuchaba más. Hasta que en la cocina, fregando los platos con Lucía, le dije que me alegraba mucho comprobar que mi relación con Mateo había mejorado. Ella, entonces, dejó caer algo que me enervó otra vez. Dijo que Mateo había comprendido que había temas que conmigo era mejor no tocar. Me sentí una tarada inestable. Esa fue la emoción. Hubiera querido preguntar si lo decía por él o por mí, pero no indagué. Al fin y al cabo, Lucía y Mateo iban a la par en estas cuestiones y de haber descubierto que era por mí, no habría podido disimular mi irritación. Así que me callé y me fui a casa con la duda.

En el camino de regreso, sola en el coche, mi cerebro no paró de sacar conclusiones. Había salido indemne del encuentro. Tan solo la frase de la cocina me había alterado un poco, pero ya la había empezado a racionalizar. Si Mateo creía que no se podían tocar ciertos temas conmigo por ser yo como era, pues era su problema. Si por el contrario era porque él no acepaba mi punto de vista, pues también era su problema. Además, visto lo visto, no podía estar más de acuerdo. De según qué temas, mejor no hablar. Archivado. Todavía en la autopista recordé una de las frases que me habían motivado para reconducir la situación entre ellos y yo: Querer a alguien sin tener que necesitarlo. No sé de dónde la saqué, de Internet, supongo. Era mi objetivo. Demasiado utópico, quizá, pero no estaba mal adaptarse un poco a esa idea. No quiero necesitar a nadie. Ser dependiente no me ha hecho feliz. ¿Los quiero?, me pregunté. Es evidente que sí. De otro modo no me importaría tanto lo que me dicen o me dejan de decir.

Hoy había hecho también un buen ejercicio de mi segundo dogma: Tomaré de ellos solo lo que quieren y pueden darme. En esta comida lo había hecho sin duda. Me quedaba una tercera frase, mi preferida.

 

En mi casa había tres sillas:

una para la soledad, dos para la amistad, tres para la sociedad.[1]

 

¿Estaban dispuestas las tres?, me pregunté. Sí, lo estaban. Porque estando conmigo estaba en buena compañía, porque contaba de nuevo con buenas amistades y porque la sociedad, estructurada o no en una familia, en mi casa era bienvenida.

 

 

 

 

 



[1] Henry Davis Thoreau. Escritor estadounidense.

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