E |
l
ventilador giraba a velocidad uno, lento, solo para hacer circular el aire. Yo
lo seguía con la mirada para volver a quedarme dormida, como otras veces, pero un
desasosiego me mantenía despierta, explorando las imperfecciones del techo.
Eran las de siempre. Justo a la izquierda del ventilador estaba la pequeña
grieta en la pintura y en la esquina derecha, casi en la cabecera, aquella leve
mancha amarronada con la forma del continente africano, incluido Madagascar.
Eran
tan solo las seis de la mañana, pero ya hacía calor. Tenía el cuello del pijama
húmedo y la cabeza llena de pensamientos obstinados. ¡Arriba, Elisa!, me dije, lo
mejor es ponerse en marcha cuanto antes: tomar una ducha, bajar la maleta al
coche y marcharse al hotel. Me levanté para ir al cuarto de baño y el
parqué crujió donde siempre, con una queja prolongada.
La
autopista estaba vacía a aquella hora de la mañana y conduje hasta Llançà de
una sola tirada, sin detenerme a desayunar.
El
Grifeu, anclado en la misma playa, me pareció más sombrío. Nunca lo consideré
un hotel bonito, pero sus dos terrazas con barandas de piedra colgadas sobre el
mar me recordaban la idílica villa de Montalbano en su Vigàta ficticio. Hoy flotaba
en una atmósfera taciturna, envuelto en una neblina que emborronaba cielo y mar
en una acuarela opaca.
En
el mostrador, cuando me entregaban la llave de la 106, noté un toquecito en el
hombro. Miré a mis espaldas y la reconocí enseguida.
―¡Marta!
¡Ostras, Marta!
―¡Qué
sorpresa, Elisa! ¿Estás en el hotel?
Nos
quedamos hablando en el hall, ella en
bambas y sudadera, yo maleta en mano, contándonos cómo nos había ido desde que
nos habíamos perdido la pista tras el voluntariado de Caritas. Ella no quiso
entretenerme más y propuso comer o cenar juntas. Dudé un poco porque había
venido buscando un espacio para mis reflexiones, pero Marta era una compañía
grata y dije de vernos en la cena. Luego subí a instalarme en mi habitación.
Estaba
cansada. Apenas había dormido. Pensé en salir a desayunar algo, pero me tumbé
sobre la colcha y me quedé dormida, con la maleta por deshacer.
A
las ocho entré en el restaurante del hotel. Marta me esperaba en un rincón,
junto al ventanal, donde la puesta de sol prometía naranjas y fucsias. Me senté
junto a ella. El mar, la intimidad de una mesa pequeña y un comedor vacío, hicieron
que la conversación prosperara poco a poco hacia revelaciones profundas que nada
tenían que ver con nuestras someras confidencias del pasado. Parecía como si
hubiésemos esperado al momento propicio para compartirlas.
Llevábamos casi dos horas hablando, había
oscurecido y el comedor se había llenado de gente. De mutuo acuerdo salimos a
buscar nuestros bañadores y nos acercamos a la playa, desierta en aquel
momento. Allí, después de un breve baño nocturno, seguimos la conversación
donde la habíamos dejado.
―Algo
se despertó en mí ayer ―repetí, expulsando la arena de las puntas de la
toalla―. Decidí rodearme de los amigos más próximos, no quería dejar pasar los
cincuenta como si tal cosa. Y son amigos, sí, pero fugaces. Hoy es uno y mañana
es otro. ―Miré la luna esconderse
tras un jirón de nube―. Los amigos entran
y salen de nuestras vidas como los camareros de la terraza de un bar ―recité―. No es mía, la frase, pero resume muy
bien lo que siento. Ninguno de ellos sabe nada de mi vida, ni yo de las suyas,
por supuesto, y entonces el contacto es frívolo, trivial. Me sentí rodeada de
gente, pero sola, ¿puedes creerlo? ―Miré hacia
ella. Tenía el perfil iluminado por las luces de las terrazas, desde donde
llegaba un leve murmullo.
―Es
verdad ―dijo―, hay compañías que… ¿Conoces el poema de Machado? Tengo a mis amigos en mi soledad, cuando
estoy con ellos que lejos están.
―Sí, exacto, eso es. ¡Qué excelente
manera de describirlo!
»Pero
anoche… anoche fue algo más ―seguí diciendo―. Apareció un sentimiento más
antiguo, uno que se encarniza conmigo cada vez con más frecuencia. Sale a la
superficie y sin darme cuenta lo ahogo, no lo dejo hablar. Y tiene que ver con
mi familia. ―Evoqué la emoción y añadí―: ¿Has tenido alguna vez la sensación de
“patito feo”, Marta?
Marta no entendía. Entonces le expliqué que desde hacía un tiempo
notaba que la relación con mi familia no era la que yo creía. Que si bien
nuestras vidas habían tomado caminos diferentes, yo esperaba un vínculo con
ellos que ya no existía. Que lo descubrí de golpe, el día en que celebrábamos
las bodas de plata del mayor. Fue un sentimiento devastador que abrió una
brecha entre ellos y yo. Tuve la sensación de que lo celebraban con y para sus
familias y que yo era una mera invitada. Entonces comprendí que mi familia ya
no era mi familia, que se había desvanecido.
Marta
vio cierta lógica en todo ello. Balbució no sé qué del peso de la nueva
familia.
―Pero,
con mis padres ya fallecidos, ¿qué otro vínculo me queda si no es el de mis tres
hermanos? ―dije contrariada―. ¿La nueva relación anula la anterior? Yo sigo
siendo su hermana y ahora también la tía de sus hijos y la cuñada. No veo por
qué la nueva familia tiene que sustituir a la que tuvimos. ―Me quedé unos
instantes con la mirada perdida en la nada. Luego dije―: En realidad esto ya
viene de antes. Si miro hacia atrás, solo veo desapego, desinterés mutuo. Es
como si no hubiéramos crecido en el afecto, Marta. Me pregunto si alguna vez
hemos sido una familia…
Marta
opinó que en todas las familias cuecen habas, que ella, con sus padres, tenía un
sentimiento a la inversa.
―Son
estupendos ―dijo―, pero mi condición de hija única me liga demasiado a ellos.
He deseado tantas veces tener un hermano, tan solo uno, alguien conmigo en
casa, de mi generación. No tengo ninguna referencia para opinar sobre cómo
influyen mis padres en mi vida. Esa fraternidad, la he tenido que buscar siempre
fuera de casa.
―Ya…
―Traté de imaginarme la vida como hija única. Mis tres hermanos varones no
habían sido una compañía fraternal―. Bien mirado ―dije―, yo tampoco tuve
hermanos. Nosotros vivimos bajo el mismo techo, pero no fuimos ni amigos ni confidentes,
solo compartíamos juegos, bueno, más ellos que yo, yo era la chica, pero luego
íbamos cada uno por su lado, no compartíamos nada más. Hasta cierto punto es
así como va en todas las familias, pero yo echaba en falta la cohesión, la
complicidad. Eso no existía porque mis padres no lo habían fomentado. Así era
mi casa, así crecimos… Envidio a las familias que hacen piña. Y a todo esto se
añadía la diferencia en el trato. Ser la única chica y la pequeña me dejaba
fuera de muchas cosas…
―Vaya,
que juntos pero no revueltos ―concretó Marta.
―No,
no me encaja ese refrán. Yo me refiero a… ―buscaba las palabras, pero lo dije
tal cual―: Tener solo hermanos en una familia machista, incluida la madre, es
un tormento que llevas con resignación, Marta, no hay alternativa, no mientras
eres pequeña.
»…Lo
peor de todo es no contar, sentir que no te toman en serio ―añadí pesarosa.
Marta
asintió. A ella le ocurría en el ambiente laboral, dijo.
Llevábamos
otra hora hablando sin parar. En mi frenética necesidad por soltarlo todo en
una noche, había torturado las puntas de mi toalla hasta dejarlas retorcidas. Aquella
insatisfacción con la vida que me había tocado vivir, había tomado voz y ya no
quería callar.
Marta
contuvo un bostezo y pensé que me había excedido
―He
abusado un poco de ti, ¿no? ―le dije―. Eres… de las que saben escuchar.
―No,
ni mucho menos. Yo también necesito cambiar impresiones sobre estos temas. No
siempre se tiene ocasión ―dijo sonriendo―. Solo estoy algo cansada.
―Sí,
vayámonos a dormir. Además, hace mucha humedad esta noche.
Volvimos
al hotel. En la recepción Marta sugirió que mañana podríamos caminar hasta Port
de la Selva por el Camí de Mar. Ella
se iba a mediodía. De acuerdo, dije.
En
la habitación abrí la ventana y la cadencia del mar sonó un poco más triste. Me
di una ducha rápida para sacarme la arena y la sal y me metí en la cama.
II
M |
adurar
no es cosa de una noche. Te crees que después de haber volcado tu interior
sobre una toalla en la arena comprendes lo que te ocurre y que con ello se ha
solucionado. Pero la herida seguía
abierta y yo me afanaba en cubrirla con tiritas provisionales. Marta notaba mi
malestar, aunque yo ya no le decía nada. Hubiera sido repetirle una y otra vez
la misma queja cuando yo era la única que podía tomar cartas en el asunto.
Desde el fin de semana en Llançà nos veíamos a menudo para un cine o una cena.
Ella se hacía cargo de mi bajo estado de ánimo y me enviaba frases de aliento
en la despedida, convencida de que, si no había palabras, bastaba con estar.
Había
llamado a casa de Mateo para saber cómo estaban. Como siempre fue mi cuñada
quien habló conmigo. Él estaba ocupado. Lo imaginé tras el ordenador incapaz de
levantar la cabeza para nada que no fuera lo que estaba haciendo. Esta vez se
me escapó. ¿No puede ni ponerse al teléfono? Lucía lo captó de inmediato. Tenía
la facultad de intuir antes que yo lo que me ocurría. ¿Por qué no habláis?, me
dijo. Confieso que mi primera reacción fue desistir. ¿Hablar con Mateo? ¿A
solas? Me parecía inútil y, por qué no decirlo, también me daba miedo. Porque
Mateo era un hombre de afirmaciones rotundas y muy bien argumentadas que te
dejaban inconforme, pero sin poder rebatirle nada. De alguna manera sentenciaba,
se apoderaba de la razón.
Estuve
dándole vueltas a la idea durante dos semanas. Hablar con cualquiera de mis
hermanos sobre nuestra familia era una contienda en la que siempre salía herida.
Sin embargo mi libertad interior bien se valía una batalla más. Decidí llamar a
Mateo y pedirle que viniera a casa. Quiero hablar contigo, le dije, aquí
estaremos solos y no nos interrumpirán. Dijo que sí, sin más. Reconocí la mano
de Lucía en tan dúctil respuesta. La habilidad que ella tenía para convencerlo,
no dejaba de sorprenderme.
Llegó
receloso, temeroso de lo que se iba a encontrar. Después de ofrecerle café,
cerveza y refrescos, optó por el eterno vaso de agua. Solo agua. Él no cedía
nunca. Se había deshecho de todo lo superfluo y vivía con lo estrictamente
necesario. Era un estoico al que admiré siempre hasta que advertí, en detalles
como estos, que lo era hasta la exageración. Yo me serví un café cargado,
quería estar bien despierta.
No
sé cómo empecé, con mi insatisfacción supongo. Le dije lo que supuso para mí la
vida en nuestra casa materna, el miedo a mi padre y el rencor a mi madre,
porque su sumisión hizo que viviéramos atemorizados, y porque “hay que aguantar
todo lo que Dios nos manda”… Después seguí con la necesidad que tenía de ellos,
mis hermanos, a los que no sentí a mi lado entonces y ahora tampoco. No hubo
mucho más que explicar. Todo esto ya se lo había dicho, solo que ahora lo había
traído a mi terreno y quería una respuesta sin evasivas, aquí, entre las
paredes de mi casa, solos él y yo. Escuchó, claro que sí, Mateo es como Dios
manda, es correcto y civilizado, fiel a sus principios, justo, equitativo… ―¿Lo
estoy sobrevalorando otra vez? ―Con algo de cansancio en la voz, me contestó lo
de siempre. Que cada cual había vivido la familia de diferente manera y que no
pensaba permitir que le cambiaran el concepto que tenía de una madre ejemplar.
¿Por qué le molesta que describa a la madre que tuve yo?, pensé, aunque no
llegué a decirlo.
―Pero
no me negarás que papá… ―insistí.
―Ese
sí que era un déspota ―dijo―, y un verdadero problema. ―Y entonces, quizá por
la presión de encontrarse bajo mi techo, confesó a media voz―: Yo huía de
aquella casa terrible. Solo iba a dormir.
Me
dio que pensar. Admitía que papá nos hizo la vida imposible, pero no que a mí
me hubiera torturado la situación. ¿Qué es lo que no quería entender? Me acordé
de mi soledad, abandonada a mi suerte entre unos progenitores siempre en pie de
guerra. Ellos, los chicos, podían buscarse la vida, pero yo era la menor, y las
chicas deben quedarse en casa.
Volví
otra vez a la necesidad que tenía de ellos, mis hermanos, y él, molesto, no me
dejó continuar:
―Tú
me pides que te quiera porque eres mi hermana, pero yo no creo en el amor
fraternal. La familia no se escoge.
Me
costaba creer que no se mentía a sí mismo, que fuera tan indiferente a mi
afecto. Si bien distantes, habíamos crecido juntos. Yo sí le quería, aunque
después de esta declaración ya no sabía cuál era mi sentimiento hacia él, hacia
todos ellos. Pensé en su familia, en Lucía, en sus hijos.
―¿Y
tus hijos? ―dije―. ¿Acaso no se quieren entre ellos?
Por
lo visto acerté porque me contestó a la defensiva.
―Bueno, eso es otra cosa… es otra cosa… ―repitió sin
argumentos al alcance de la mano.
Luego
no me quiere a mí. Es a mí, a nuestra casa, a nuestro pasado. Lo ha borrado y
no existe. Me pareció distinguir cierta cobardía en su fortaleza. ¿Temía perder
una fortaleza que había forjado con pico y barrena sobre una parte frágil de
sus emociones? Las palabras no acudían a
mi boca porque en esta discrepancia afectiva no éramos interlocutores válidos y
porque me di cuenta de que apenas me había mirado a los ojos. Los alzaba un
momento hacia mí y enseguida buscaban un objetivo más cómodo. No insistí más.
Su confesión era decepcionante, pero me valía. Sentí alivio. Sí, cierto alivio.
Que él reconociera que no me quería, era más soportable que la duda.
Nuestro
tema de conversación habría dado para una tarde entera y muchas otras, pero él
se levantó con sus últimas palabras porque consideró que no había nada más que decir.
No me besó al marcharse. Quizá fue un descuido, o quizá porque dármelo habría
sido contradecir sus palabras, porque yo me empeñaba en reclamar lo que no era.
El sentimiento de siempre me dijo que se iba pensando que yo no tenía remedio.
Cuando
cerré mi puerta tras él me dije que era inútil seguir llamando a la suya.
III
M |
e
senté a procesar todo aquello. Primero estuve callada, sentada en el sofá, sin
saber qué hacer. Incapaz de quedarme sola con mis pensamientos, fui a la
nevera, saqué una Moritz y me senté
junto al teléfono, dispuesta a llamar a alguien. Mis dedos no dudaron en marcar
el número de Ana. Era la más indicada, la que conocía de cerca a los
Martín-Montalvo, los de entonces, los genuinos. La recordé como la vi por
primera vez, con sus moñitos trenzados y su cara redonda inclinada sobre el
pupitre. Descolgaron. ¿Ana? ¡Elisa!
Dichosos los oídos. ¿A qué se debe el honor? No me riñas, Ana, tú tampoco
me llamas. Es verdad. Mis hijos me tienen
confiscada. Antes la niña, ahora los dos. ¿Todavía no van por libre? ¡Ay, hija, qué ilusa eres! Crecer, crecen,
pero para lo que les conviene siguen agarraos a las falditas de su mamá. Eres
una madre demasiado entregada. Pues sí,
ahora no me riñas tú, Martín-Montalvo. No
te riño. ―Me paré en seco―. ¡Uy! ¿Qué te
pasa que no estás beligerante? ¡Ostras, Ana! ¿Beligerante yo? ¡No jodas! ¡Eh, ese lenguaje! ¡Que te voy a poner
bicarbonato en la lengua, como tu madre!
Me
eché a llorar, justo en ese punto. Ella, con solo dos preguntas, supo de qué
pie cojeaba. Hacía unos dos años que no nos veíamos, pero cogió el coche y vino
a casa.
Ana
era quizá la persona de este mundo que me conocía mejor. Después de reparar en
lo cambiada que estaba mi casa, se sentó en el tresillo nuevo, todavía admirada.
Le conté la visita de Mateo. Consciente de mi disgusto optó por quitarle
importancia.
―Siempre
han sido muy suyos. Tus hermanos se mofaban hasta de su sombra. ¿No te acuerdas
de que me llamaban Ana Palangana? Y todo porque una vez vine a pedir a tu madre
una palangana para el baño porque la nuestra se había partido. No es nada
personal, Elisa, son así con todo el mundo.
―Sí, Ana, pero…
―Ya,
ya, es muy fuerte que te haya dicho eso, pero mira, al menos ahora ya lo sabes.
¡Si no te quieren, peor para ellos! ―exclamó. Se había vuelto más pragmática con los
años.
―Sí, Ana, pero coño, entiéndeme también
a mí.
―Si
te entiendo, te entiendo, pero ¿qué quieres hacerle?
―¡Darme
media vuelta, eso quiero!
―¡Pues,
claro!
―¡No,
no tan claro! Todos tenéis una familia, yo no. La que tenía ya no existe y la
nueva no resultó. No he tenido suerte con mis relaciones. Todas muy bonitas
pero ninguna la verdadera. En algo me equivocaría, supongo, pero ¿tengo que
pagar este precio por no haber fundado mi propia familia? ¿La soledad?
¿Quedarme fuera de todos?
―Te
puedes volver a enamorar.
―¡No! Me he enamorado ya cuatro veces.
Maravilloso, sí, pero tras el cuarto desengaño dije que se acabó.
―Pues
entonces sin maromo. Tú tienes mil y un recursos para ir sola por la vida.
―Sí,
pero ir sola por la vida significa ser siempre el segundo plato en todas las
mesas.
―¿Qué
quieres decir?
―Que
todos te ponen en sus agendas cuando no vienen los hijos, cuando no van a casa
de la madre, cuando la pareja no les requiere…
Y en mi familia otro tanto: “Llama antes de venir”, “Vienen los chicos y está la casa llena,
mejor ven otro día”. Es como el “¡Tu no juegas!” del patio del colegio. La
sociedad está montada así, Ana. La familia es la piedra angular de la sociedad.
Y no debería. El individuo debería contar más. Tú misma, Ana, sin ir más lejos.
Tú no sales de casa apenas. Nos vemos bien poco.
―Pero
cuando nos vemos es fantástico.
―¡Ana!
―protesté.
―Es
que quiero animarte, Elisa, no me gusta verte así.
―Todos
tienen una familia, mejor o peor, pero familia al fin ―insistí.
―También
los hay que no la tienen.
―Pues yo creo que tener una y que te
digan que no te quieren, es mucho peor.
―Bueno,
no exageres. Ha dicho como hermana, no como
amiga.
―Mira,
yo eso no lo entiendo. Los hermanos se quieren como hermanos, y si acaso,
también como amigos. O no se quieren, claro. También los hay que se han
enemistado, pero no es nuestro caso. Eso sí puedo decirlo. Nunca nos hemos
enemistado ni creo que lo hagamos.
―¿Y
tus otros hermanos?
―Todavía
los veo menos que a Mateo. En realidad, si no fuera por mis cuñadas, no
tendríamos apenas contacto. Ellas son siempre el circuito que recorren las
noticias y las que promueven y organizan las celebraciones familiares. Nosotros
no lo hemos aprendido. Gracias a ellas seguimos viéndonos.
―¿Por
qué no hablas con ellos?
―¡No!
¡No voy a pasar otra vez por esto! Apenas nos vemos o nos llamamos, solo somos
un satélite en el universo del otro. Esto ha crecido así y no veo que una
conversación vaya a cambiarlo.
Había
sacado unas almendras, pero ninguna de las dos las había probado. Ana porque
decía que no comía fuera de horas y yo porque estaba sulfurada. Me templé justo
lo necesario para reconocer una evidencia:
―Creo
que los he idealizado, Ana.
―Yo
también lo creo. Te los has hecho a la medida de tus necesidades.
―Tengo que cambiar esto. Me he creado
unas expectativas que no se cumplen y me decepcionan.
―Claro.
Ellos son lo que son, no han aprendido a vivir juntos. No esperes lo que tú has
idealizado. Acéptalo, porque no cambiarán.
Ana
bebía Coca-Cola y yo iba por mi
segunda Moritz. Ella insistió:
―Pero
con sus familias, ¿cómo son?
―Con sus familias, fantástico. Los tres
han tenido la suerte de encontrar a la mujer adecuada. Tienen buena relación.
―Por
eso les va bien y no tienen el vacío que tú.
―Por
eso les va bien, sí. Ellos han podido suplir la falta de cariño que no hubo en
casa. Esa ha sido su suerte. Yo no la he tenido. Y yo, bueno, creo que quizá
busco en ellos y en sus casas el hogar que no he tenido ―dije sorprendida de
mis palabras.
Sonó
el móvil de Ana. Su hija se había dejado las llaves y su marido quería cenar
pronto. Se levantó como un resorte.
―Si puedo, mañana te llamo ―dijo. Una sombra me velaría los ojos, porque añadió―: Y si no puedo, también.
IV
A |
na
llevaba un tiempo llamándome casi cada día y lo hacía con humor, consciente de
que yo lo tenía, aunque escondido en algún lugar recóndito de mi ánimo.
―Esteee,
lo saben aquel que diu que se
encuentran dos amigos y uno le dice al
otro: ¿Cómo estás?, y el otro le contesta: ¡Pues mira que tú! Pues eso,
Elisa, aparca tu susceptibilidad un poquito, anda, que estás como un perro
rabioso.
―Es
que tengo los dedos de los pies muy largos ―le dije aún entre risas.
―¿”Mande”?
―Sí,
y me los pisa todo el mundo. Es un dicho holandés. “Ese tiene los dedos de los
pies muy largos, por eso se pica tanto”.
―¡Qué
bueno! ¡Me lo apunto! Se lo voy a decir a Juan la próxima vez que me critique
las zapatillas que le compro en el mercadillo.
―Hombre,
Ana, para eso no servirá.
―Claro
que sí. ¿No te gustan? A ver, déjame ver
los pies. ¡Con esos dedos tan largos, todo te molesta, chico!.
El
humor, me había olvidado de ese gran aliado. De eso, en casa, sí había, y
mucho. Cuando un pueblo está muy reprimido, el humor se cuela por todos los
resquicios del régimen. Era una teoría muy personal, pero seguro que estaba
escrita. Me acordé del porrazo que me pegué aquella vez que mi hermano número
dos quiso hacer una acrobacia y yo, subida sobre sus hombros, tenía que dejarme
caer confiando en que él me agarraría por los pies justo antes de llegar al
suelo. Me habían puesto el plumero rojo del polvo atado a la cabeza con una
cinta, a modo de tocado circense. El resultado fue que no calculó bien mi
altura y me estrellé contra las baldosas del piso. Berreaba y sangraba por la
nariz. Mi hermano número tres, que sujetaba el taburete donde se había subido
el número dos, cogió el plumero, le arrancó dos plumas y se las metió en la
nariz y, entre lloriqueos, hacía ver que también sangraba.
Había
que reconocer que, aunque eran unos brutos insensibles, el recuerdo nos había
arrancado unas risas mientras se lo contaba a Ana. Ella me hizo ver entonces
que, además de las escenas dramáticas
que habían marcado nuestra existencia, en mi casa también había reinado el
humor y había grandes dosis de imaginación.
―No
niego el padecimiento de aquella casa, Elisa, pero me acuerdo más de lo
divertido, porque al estar fuera no recibía palos como tú, pero eso también era
tu casa ―afirmó convencida.
Desde
que nos habíamos hecho adultas, apenas habíamos tenido contacto. Sin embargo, cada
vez que nos hablábamos, parecía como si nunca hubiésemos dejado de hacerlo,
como si retomásemos una conversación hilvanada a través de los años.
―Creo que se te juntan dos cosas ―opinó―: la
decepción de tu familia y el rechazo a las familias en general. Y parece que tú
echas la culpa de lo primero a lo segundo.
Poco
a poco me iba quitando de encima ese sentimiento negativo que me unía y desunía
a mi familia. Estaba aprendiendo a salir del epicentro de mi dolor y a merodear
por los alrededores, a ver qué había más allá de la pena. Hablaba ahora con
Marta, ahora con Ana, pero Ana había sido crucial porque conocía nuestro pasado
de primera mano y me recordaba lo que mi malestar había borrado.
Había
colgado y seguía con la sonrisa en los labios. Estaba yendo mejor. ¿Lo
lograría? ¿Sabría vivir sin rencillas a pesar de las heridas? ¿Sabría dejar de
lado que no hubieran reconocido nunca mi dolor? ¿Qué siguieran afirmando que mi
versión no existía? El teléfono sonó y me sacó de mis cavilaciones. Era Mateo.
Organizaba una comida familiar en su casa el sábado de la semana entrante. Que
si me iba bien…
V
… |
y que
si iba a venir, preguntó más serio que de costumbre. Sí, claro que vendré,
Mateo ¿Qué celebráis? Nada, una comida familiar. Hace mucho que no vemos a… Y
nombró a mis hermanos dos y tres. A mí, la cuatro, no. Llámame susceptible, me
dije bromeando conmigo misma.
Me
preparé para la ocasión. Sabía que no sería fácil, que tendría que encajar
inconveniencias, porque además de no estar compenetrados en el afecto, los
Martín-Montalvo carecíamos de tacto y sabíamos meter la pata como nadie. Y
también era muy consciente de que no sabía ponerme el chubasquero para que me
resbalara lo que me había de resbalar. Pero yo estaba decidida. Partía de la
base de que quería seguir en contacto con mi familia porque no tenerlo era
peor. Había comenzado a llamarlos con regularidad, pero adoptaba cierta
distancia. Preguntaba mucho y contaba poco, y el trato había mejorado. Había
llegado a la sabia conclusión de que, si no quería la misma relación que antes,
tenía que empezar una nueva, y una relación se forja en el tiempo, no se
consigue en dos días.
Mateo
había organizado el encuentro familiar con su peculiar estilo: una mesa donde
no faltaba la comida bien cocinada, pero sin lujos ni caprichos, y montones de
videos de sus viajes. Los montaba él, con música sincronizada y cantidad de zooms
y panorámicas. Eran gratos de ver, pero como todo de lo que se abusa, un poco
largos y repetitivos.
Nos
juntamos alrededor de la mesa con la algarabía de siempre ―también éramos muy
ruidosos, ¿no lo había dicho?― y casi todo eran bromas, porque habíamos
aprendido a disimular con el humor cualquier cosa, feliz o desgraciada. Era una forma de darle a la vida un único matiz amable
y así evitar reconocer lo que nos dolía.
También
las conversaciones iban, como siempre, sobre los Martin-Montalvo: los M-M
padres, los M-M hijos y el nieto de Mateo. Yo escuchaba. Me percaté de que, aun
siendo centrífugos, había un afán enfermizo por hablar siempre de nosotros
mismos. Tomé nota, porque seguro que yo pecaba de lo mismo. De momento, todo
iba bien, callaba mucho y escuchaba más. Hasta que en la cocina, fregando los
platos con Lucía, le dije que me alegraba mucho comprobar que mi relación con
Mateo había mejorado. Ella, entonces, dejó caer algo que me enervó otra vez. Dijo que Mateo había comprendido que había temas que
conmigo era mejor no tocar. Me sentí una tarada inestable. Esa fue la emoción.
Hubiera querido preguntar si lo decía por él o por mí, pero no indagué. Al fin
y al cabo, Lucía y Mateo iban a la par en estas cuestiones y de haber
descubierto que era por mí, no habría podido disimular mi irritación. Así que
me callé y me fui a casa con la duda.
En
el camino de regreso, sola en el coche, mi cerebro no paró de sacar
conclusiones. Había salido indemne del encuentro. Tan solo la frase de la
cocina me había alterado un poco, pero ya la había empezado a racionalizar. Si
Mateo creía que no se podían tocar ciertos temas conmigo por ser yo como era,
pues era su problema. Si por el contrario era porque él no acepaba mi punto de
vista, pues también era su problema. Además, visto lo visto, no podía estar más
de acuerdo. De según qué temas, mejor no hablar. Archivado. Todavía en la
autopista recordé una de las frases que me habían motivado para reconducir la
situación entre ellos y yo: Querer a
alguien sin tener que necesitarlo. No sé de dónde la saqué, de Internet,
supongo. Era mi objetivo. Demasiado utópico, quizá, pero no estaba mal
adaptarse un poco a esa idea. No quiero necesitar a nadie. Ser dependiente no
me ha hecho feliz. ¿Los quiero?, me pregunté. Es evidente que sí. De otro modo
no me importaría tanto lo que me dicen o me dejan de decir.
Hoy
había hecho también un buen ejercicio de mi segundo dogma: Tomaré de ellos solo lo que quieren y pueden darme. En esta comida
lo había hecho sin duda. Me quedaba una tercera frase, mi preferida.
En mi casa había tres
sillas:
una para la soledad, dos
para la amistad, tres para la sociedad.[1]
¿Estaban
dispuestas las tres?, me pregunté. Sí, lo estaban. Porque estando conmigo
estaba en buena compañía, porque contaba de nuevo con buenas amistades y porque
la sociedad, estructurada o no en una familia, en mi casa era bienvenida.
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