El viernes que me tocó a mí fue tan inesperado como cándida mi ingenuidad. La comunicación fue tajante y demoledora, pero aún lo fue más el comprender que me despedían justo ahora porque ya había formado en ventas y productos a todos los empleados del Banco y podían seguir sin mí. De fuera vendrán y de tu casa te sacarán. Salí como todos, por la puerta trasera, como un vulgar delincuente. No sé si lloré por ese deshonor o porque me encontré con cincuenta y un años, sin empleo y sin amigos. En aquel momento ni me acordé de que, además, había iniciado la compra de mi primer piso de propiedad con una hipoteca que me iba a ser concedida por el banco asegurador que acababa de echarme a la calle.
Entonces recordé el día en que atravesé Francia y llegué a Barcelona como ahora, con una mano delante y otra detrás…
Octubre 1988.- Había hecho muchas veces aquel viaje, sí, pero nunca sola. Eran 1.500 kilómetros hasta Barcelona a través de cuatro países, tres aduanas y tres idiomas sin contar el flamenco. En otras circunstancias no me hubiera atrevido, pero una fuerza desconocida me empujaba hacia adelante.
Antes de partir hice un curso subvencionado de Pech onderweg (1) y dejé la puesta a punto del viejo Axel a cargo de un amigo mecánico, ambas cosas al alcance de mis recursos. Y hacia las ocho de la mañana de un viernes salí de Utrecht con la seguridad de quien sabe cambiar una rueda, detectar si una avería es eléctrica o mecánica y con la certeza de saber ajustar los puntos de contacto si no arrancaba el motor. Solo me preocupaba perderme en París si en el Bulevar Periférico no escogía a tiempo los desvíos correctos para seguir en la autopista ―letreros indescifrables para los foráneos―, pero me sostenía la firme creencia de que en mí tenía todos los recursos.
Hacia las nueve estaba a las puertas de Lyon. Tomé el desvío para hacer noche en un motel de carretera y nada más bajar del coche un camionero se dirigió a mí en francés. Decía que no me funcionaba uno de los pilotos del freno y se ofreció para cambiarlo. Un sexto sentido me hizo darle las gracias y contestarle que lo cambiaría yo misma. Hice bien, porque su segunda tentativa fue cenar juntos y alojarnos en el motel. Solo cuando vi que se había marchado me dirigí a la recepción para hacer la entrada. Aparqué frente a la puerta de la habitación y al bajar comprobé con un espejo que las luces de freno funcionaban. Sonreí, sobre todo por haber burlado a la suerte…
En la habitación encendí las lámparas justas. Era una noche en la que me sentía en equilibrio sobre la cuerda floja de la vida. Había dejado atrás el desamor y mis pulmones respiraban independencia. Descorché una botella de champagne y me lo bebí en la bañera, inmersa en la espuma que me besaba la piel centímetro a centímetro. Entonces me alegré de tenerme a mí misma.
Junio 2009.- Tenerte a ti misma significa navegar, pero nunca a la deriva. Aunque los temporales son impredecibles, el timón y los cambios de rumbo ya son cosa tuya. Aquel año, con viento a favor, pude plantearme el estudio de una carrera en la UOC, a distancia, para poder combinarlo con mi trabajo. Había escogido Humanidades porque ofrecía una variedad temática suculenta: Filosofía, Literatura, Historia del Arte, Antropología… Un abanico muy amplio con un estudio de las materias en profundidad para un conocimiento cultural refinado.
Aquel semestre escogí dos nuevas asignaturas: Civilizaciones griegas y Geografía Humana. Los griegos me dieron mucho que hacer porque sabía poco de ellos, pero me cautivaron. Y la Geografía Humana fue un grato descubrimiento: estructura de la población mundial, migraciones, zonas desérticas o superpobladas, cambios en la estructura rural, jerarquía de ciudades, globalización… Es difícil definirla. Llegué al examen final con tanta información procesada que me faltaron hojas y tiempo para decir todo lo que sabía.
Cuando esperaba ansiosa las notas me llegó un mail de la profesora anunciándome que me había propuesto para la matrícula de honor de entre los doscientos alumnos que cursaban la asignatura y que en breve me comunicarían la decisión. ¿Cómo? No tardó en llegar. O sí, ya no lo recuerdo. ¿Fue al día siguiente? No lo sé. Sólo sé que leí casi sin leer: Ha sido propuesta para matrícula de honor por… Y este tribunal ha concedido a… Vi mi nombre, mi nombre junto una matrícula resplandeciente que me llegaba a mis cincuenta y ocho, después de toda una vida sin posibilidad de cultivarme, y reí, y salté de la silla y canté lo que sonó espontáneamente en mis oídos: We are the champions, we are the champions, my friend… ¡Menudo subidón!
Cuando me calmé le pregunté a la profesora por qué me había propuesto a mí y me dijo, notablemente satisfecha, que porque pocas veces un alumno había comprendido tan bien la asignatura. En aquel momento, que alguien hubiera reconocido mi mérito me transportó a una nube dócil y esponjosa, sin rastro de tormentas y donde nada ni nadie podía hacerme desfallecer.
(1) Pech onderweg = Pana en la carretera.
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