Clara y Miguel no eran especialmente vanguardistas, ni demasiado modernos, ni tampoco "pasotas", pero aquellas dos lámparas abigarradas y estridentes que recibieron de los Trillo no eran aceptables para una pareja que empieza con ilusión.
Su primer piso requería del sello innovador de unos recién casados, donde la audacia dejara sentado que eran una pareja con personalidad propia. ¿Decoración? Solo si es útil, atrevida e insólita, decía Miguel continuamente y se negó a ir a IKEA. Y pasearon por Vinçon, Habitat, Pilma y por alguna que otra tienda de bricolaje hasta dejar sentadas las bases de un interiorismo peculiar y sobre todo minimalista.
Si Miguel era el que sentaba las bases, Clara era la que ponía los acentos. Un jarrón con el ramo desmayado sobre la cómoda, solo, sin el atrevimiento de nada más. Unos cojines echados sobre un rincón del parqué, arbitrariamente, para dar sensación de olvido; dos copas solitarias en un espacio vasto y despejado… Se entretenía poniendo y quitando, se alejaba para ver el efecto y se eternizaba en los detalles: que la inclinación y distancia fueran las adecuadas, que la luz acentuara las formas… y al final siempre comprobaba el Feng Shui por aquello de la energía y la armonía.
Mientras abrían las cajas, el sol de la tarde doraba a intervalos los rincones del salón. Cooper se había echado sobre el parqué y dormitaba. De vez en cuando, un temblor apenas perceptible de la cola delataba que estaba en vela.
De pronto, un grito.
―¡¿Qué es esto?!
Clara se volvió. Miguel miraba casi con pavor lo que tenía en las manos.
―Son las lámparas de los Trillo ―dijo ella con pesar―. ¡Qué horror, ya las había olvidado!
Miguel dejó una de las dos lámparas gemelas sobre la mesa. Una pantalla de nácar se ensanchaba exageradamente en su base y ondeaba, como el vuelo de unas faldas levantadas por el frenesí del baile. Pero no contento con eso, el creador había incrustado enormes flores de vidrio multicolor por las que la luz arrojaba tonos estridentes sin orden ni concierto. El pie de madera, trabajado en mil florituras, era lo de menos.
―Esto, yo no… ―masculló él con desgana― ...no veo dónde…
―No, eso no se pone en ninguna parte ―decretó ella que imaginó el carrusel de luces invadiendo el espacio inmaculado―. ¡Cooper! ¡Ven aquí, Cooper!
El Golden Retriever se levantó perezoso y se estiró cuan largo era. Clara acercó la lámpara al animal.
―¿Qué haces?.. ―dijo él alarmado―. ¡No puedes hacer eso, los Trillo son íntimos de mis padres!
―Solo quiero que la huela.
Pero Clara se había vuelto perversa. No se había pasado la tarde seleccionando objetos con precisión nanotecnológica para que aquellos adefesios infectaran su derroche de estilo. Puso la lámpara junto a la cola y acarició al animal. El primer coletazo la hizo tambalear y el segundo fue de lo más efectivo. La lámpara, con demasiado peso en la pantalla, mucho cuello y poco pie, cayó dejando sus faldas hechas trizas sobre el parqué. Sin resuello, repitió el ejercicio con la otra. ¿Ves qué fácil? Los cristales reverberaban bajo el sol de la tarde mientras Miguel, paralizado, descubría a una Clara distinta que la del altar.
Unos días más tarde, cuando Miguel ya la había perdonado por considerar que en el fondo le había hecho un favor, degustaban el primer café de su cafetera nueva mientras admiraban el hábitat despejado y parco en detalles que habían creado. ¿Qué hiciste con las lámparas?, preguntó ella. Las guardé en la caja de las cosas que no pondremos nunca. ¿Con cristales y todo? Sí, por si acaso hubiera que recomponerlas. Ella esbozó una risita incrédula. De pronto, el timbre de abajo sonó haciendo el eco que hacen las cosas en una casa vacía. Clara fue hasta el telefonillo del portero automático y volvió con la cara de quien ha sido atrapada con las manos en la masa. ¿Quién?, preguntó él. ¡Los Trillo! Caras de circunstancias, pesadez de estómago, desconcierto. Clara fue la primera en reaccionar. Déjame a mí, dijo con la mirada iluminada, y se fue directa a la habitación seguida de Cooper.
Eduardo y Conchita Trillo entraron con las expectativas de quién espera ver las cucadas de un nidito de amor recién puesto, pero pronto cambiaron el semblante al ver la estancia. Aquel piso, de tan vacío, parecía recién robado. ¡Pobres, no tienen recursos!, pensaron por separado, y se deshicieron en elogios formales para salir del paso. En su visita guiada se adivinaban impacientes por ver sus lámparas de pie de ébano de Asia y cristal enlodado. ¡Al menos el dormitorio no estaría tan vacío y desangelado!, cavilaron al unísono sin poder estar más de acuerdo. Pero al abrir la puerta de la habitación se quedaron con la boca abierta. Cooper jugaba con un hueso de goma y pegaba brincos entre todos los objetos que había esparcidos por el suelo. Entre ellos rodaban los pies de ébano de Asia y las flores enlodadas hechas pedazos. ¡Cooper!.., gritaron sus amos. Y Clara, dirigiéndose a los Trillo, añadió : ¿Lo ven? ¡Pues así todo el día!
Su primer piso requería del sello innovador de unos recién casados, donde la audacia dejara sentado que eran una pareja con personalidad propia. ¿Decoración? Solo si es útil, atrevida e insólita, decía Miguel continuamente y se negó a ir a IKEA. Y pasearon por Vinçon, Habitat, Pilma y por alguna que otra tienda de bricolaje hasta dejar sentadas las bases de un interiorismo peculiar y sobre todo minimalista.
Si Miguel era el que sentaba las bases, Clara era la que ponía los acentos. Un jarrón con el ramo desmayado sobre la cómoda, solo, sin el atrevimiento de nada más. Unos cojines echados sobre un rincón del parqué, arbitrariamente, para dar sensación de olvido; dos copas solitarias en un espacio vasto y despejado… Se entretenía poniendo y quitando, se alejaba para ver el efecto y se eternizaba en los detalles: que la inclinación y distancia fueran las adecuadas, que la luz acentuara las formas… y al final siempre comprobaba el Feng Shui por aquello de la energía y la armonía.
Mientras abrían las cajas, el sol de la tarde doraba a intervalos los rincones del salón. Cooper se había echado sobre el parqué y dormitaba. De vez en cuando, un temblor apenas perceptible de la cola delataba que estaba en vela.
De pronto, un grito.
―¡¿Qué es esto?!
Clara se volvió. Miguel miraba casi con pavor lo que tenía en las manos.
―Son las lámparas de los Trillo ―dijo ella con pesar―. ¡Qué horror, ya las había olvidado!
Miguel dejó una de las dos lámparas gemelas sobre la mesa. Una pantalla de nácar se ensanchaba exageradamente en su base y ondeaba, como el vuelo de unas faldas levantadas por el frenesí del baile. Pero no contento con eso, el creador había incrustado enormes flores de vidrio multicolor por las que la luz arrojaba tonos estridentes sin orden ni concierto. El pie de madera, trabajado en mil florituras, era lo de menos.
―Esto, yo no… ―masculló él con desgana― ...no veo dónde…
―No, eso no se pone en ninguna parte ―decretó ella que imaginó el carrusel de luces invadiendo el espacio inmaculado―. ¡Cooper! ¡Ven aquí, Cooper!
El Golden Retriever se levantó perezoso y se estiró cuan largo era. Clara acercó la lámpara al animal.
―¿Qué haces?.. ―dijo él alarmado―. ¡No puedes hacer eso, los Trillo son íntimos de mis padres!
―Solo quiero que la huela.
Pero Clara se había vuelto perversa. No se había pasado la tarde seleccionando objetos con precisión nanotecnológica para que aquellos adefesios infectaran su derroche de estilo. Puso la lámpara junto a la cola y acarició al animal. El primer coletazo la hizo tambalear y el segundo fue de lo más efectivo. La lámpara, con demasiado peso en la pantalla, mucho cuello y poco pie, cayó dejando sus faldas hechas trizas sobre el parqué. Sin resuello, repitió el ejercicio con la otra. ¿Ves qué fácil? Los cristales reverberaban bajo el sol de la tarde mientras Miguel, paralizado, descubría a una Clara distinta que la del altar.
Unos días más tarde, cuando Miguel ya la había perdonado por considerar que en el fondo le había hecho un favor, degustaban el primer café de su cafetera nueva mientras admiraban el hábitat despejado y parco en detalles que habían creado. ¿Qué hiciste con las lámparas?, preguntó ella. Las guardé en la caja de las cosas que no pondremos nunca. ¿Con cristales y todo? Sí, por si acaso hubiera que recomponerlas. Ella esbozó una risita incrédula. De pronto, el timbre de abajo sonó haciendo el eco que hacen las cosas en una casa vacía. Clara fue hasta el telefonillo del portero automático y volvió con la cara de quien ha sido atrapada con las manos en la masa. ¿Quién?, preguntó él. ¡Los Trillo! Caras de circunstancias, pesadez de estómago, desconcierto. Clara fue la primera en reaccionar. Déjame a mí, dijo con la mirada iluminada, y se fue directa a la habitación seguida de Cooper.
Eduardo y Conchita Trillo entraron con las expectativas de quién espera ver las cucadas de un nidito de amor recién puesto, pero pronto cambiaron el semblante al ver la estancia. Aquel piso, de tan vacío, parecía recién robado. ¡Pobres, no tienen recursos!, pensaron por separado, y se deshicieron en elogios formales para salir del paso. En su visita guiada se adivinaban impacientes por ver sus lámparas de pie de ébano de Asia y cristal enlodado. ¡Al menos el dormitorio no estaría tan vacío y desangelado!, cavilaron al unísono sin poder estar más de acuerdo. Pero al abrir la puerta de la habitación se quedaron con la boca abierta. Cooper jugaba con un hueso de goma y pegaba brincos entre todos los objetos que había esparcidos por el suelo. Entre ellos rodaban los pies de ébano de Asia y las flores enlodadas hechas pedazos. ¡Cooper!.., gritaron sus amos. Y Clara, dirigiéndose a los Trillo, añadió : ¿Lo ven? ¡Pues así todo el día!
No hay comentarios:
Publicar un comentario