Enrique y Lidia estaban de acuerdo en no salir de casa hasta que oyeran marcharse a los del cuarto. No convenía encontrárselos en la escalera y que los vieran ataviados con los atributos indepes. Se pusieron las camisetas y las gorras, se pintaron las cuatro barras en las mejillas y esperaron tras la puerta con una reserva impropia de dos espíritus reivindicativos.
El portazo no se hizo esperar. A las cinco en punto, los Cabanillas de la Una Grande y Libre, acudían prestos a su cita mística de los domingos por la tarde. Oyeron los pasos de Guzmán bajando por la escalera seguidos del taconeo nervioso de Cecilia. Cuando resonaron con un eco vigoroso en el zaguán, esperaron todavía a oír la puerta de la calle que dejó entrar unos instantes el fragor del tráfico de la calle Mallorca y engulló toda señal de los Cabanillas.
―¡Ahora!, ―dijo Enrique. Y se pusieron en marcha.
Caminaban a buen paso porque entre pitos y flautas la mani ya llevaba media hora en danza. Al pasar por delante de un bazar chino vieron que hacía su agosto con la venta de banderas de todo tipo. Lidia se paró en seco.
―¡Quiero una, Enrique!
―No, ya es muy tarde, en otra…
Pero Lidia ya había entrado y hacía aspavientos ante un chino sonriente que contestaba a todo con “sinco eulo”. Cuando Lidia salió con una considerable bandera plegada bajo el brazo, reanudaron la marcha sin perder tiempo.
Todavía lejos del Paseo de Gracia la multitud impedía seguir avanzando. Se detuvieron y allí mismo se unieron a los gritos y cánticos. Enrique sacó las coca-colas de su mochila y Lidia desplegó ufana su bandera. Enrique fue el primero en ahogar un grito. Sobre sus cabezas ondeaba la rojigualda en la que señoreaba un águila negra…
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