Cuando desacelera para tomar el desvío hacia la granja, la ve entre unos arbustos y para el coche. ¡Qué bonita luce bajo este cielo de nubes de algodón! Baja. La observa. De cerca todavía le gusta más. Es sorprendentemente luminosa. ¿Cómo lo hará para teñirse de ese amarillo tan intenso? Se agacha y busca en la intimidad del matorral hasta encontrar la base del tallo que se trunca bajo la presión de sus dedos. Se incorpora. La gira sobre su eje y se le ilumina la cara. ¡Tan pequeña y tan ostensible! Tiene una finísima línea gris marengo al final de cada uno de sus pétalos, como si el Creador se hubiese olvidado de borrar los rastros de la delineación. ¡Qué delicadeza! La prende en su jersey burdo como si fuera un boutonnière nupcial y sube al coche. La flor resalta y desentona entre la carga y la suciedad del vehículo.
Al entrar en la granja todo está en marcha. Todos van de un lado a otro, agitados, impacientes. Regocijo. Excitación. Se arremolinan en torno a la víctima, esperan impacientes a que se clave el cuchillo en la garganta. Los gritos del animal arañan el aire. La sangre brota descontrolada y lo contamina todo: las manos, el cuchillo, el suelo… Él coge el palo, se inclina y remueve la sangre del cubo para evitar que cuaje. Algo cae dentro. Lo saca con los dedos y sacude la mano. Un reguero de sangre ha dibujado el camino hasta algo rojo y viscoso. Se palpa el jersey y sigue removiendo en el cubo. A cada flor también le llega su San Martín.
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