UN VIAJE IMPREVISTO
Es curioso, creía que no sabría
vivir sin trabajar. Me refiero a vivir sin un trabajo que me organice la vida.
Sin embargo, desde que me he jubilado tengo la agenda tan llena de cursos, clubs
y encuentros con cada una de las personas que se van añadiendo a mi agenda que
hasta me siento un poco estresada. Antes, el trabajo estructuraba el día a día
y las horas de ocio se reducían a una o dos actividades compatibles. Eso era
todo. Punto. Pero ahora todo depende de mí, desde que me levanto hasta que me
acuesto. Y todos los días son distintos. Cada mañana, desde la cabecera de mi
cama, atisbo el pedazo de cielo que se ve desde mi ventana y tomo decisiones. Hay
quien mira el futuro en el poso del café, yo miro el cielo y espero a que me
cuente. Hoy, por ejemplo, tiene un color que… ¡Pam! ¿Qué ha sido eso? ¡Un pájaro
se ha estrellado contra los cristales! He saltado de la cama y me he asomado al
patio para ver si estaría abajo, aturdido, o quizá muerto. No había pájaro.
¿Habrá remontado el vuelo? Entonces lo he visto claro. Premonitorio o no, es
hora de un receso. Aunque solo sea un día, para descomprimir. Estoy acelerada,
como ese pájaro.
He recogido La
vida de Rebecca Jones, que yacía aún entre las sábanas, y lo he dejado
sobre la mesilla, para seguir esta noche. Angharad Price tiene una narrativa
que enamora. Hay muchos buenos libros desconocidos y, aquí, en Gavà, pocas
librerías, pensaba mientras iba al baño. ¿Qué día es hoy? Miércoles, 26 de
julio. Será un placer visitar en miércoles
La Central, o La Casa del Libro. Cuando
quiero desconectar, me gusta perderme entre las historias dormidas de los
libros y ver cómo van despertando al contacto de mis dedos.
Salgo del aparcamiento y camino hacia el Paseo de Gracia. Al llegar al Pasaje Mercader me detengo al oír mis
pasos corretear arriba y abajo. Parece que busco algo, una pelota, la pelota
que se ha caído de la terraza del edificio. Me agacho para ver si está bajo los
coches aparcados. En un acto reflejo miro hacia arriba. Mi hermano, asomado a
la baranda, me indica dónde ha caído: ¡En el jardín del internado!, grita. Pero
ya no hay ningún internado, aquí solo hay empresas y consultorios médicos. Ni
siquiera hay coches aparcados, dicen mis labios cerrados.
Al final del pasaje, doblo a la derecha y me quedo
frente a la puerta escoltada por las dos columnas de mármol color crema. Siento
ganas de abrazarlas, como entonces. Dudo unos instantes, entro.
El quiosco barroco de la portería ha sido
sustituido por un sobrio mostrador. Tras él, un conserje me pregunta a qué piso
voy.
—Me llamo Elisa Martín. Verá, tal vez es un poco
extraño, pero quisiera subir a la vivienda de los porteros. Nosotros…
—No hay portería —me interrumpe—. La antigua vivienda
ha sido alquilada a particulares.
—Es que nací entre esas paredes, ¿sabe? ¿No podría
al menos subir a ver la azotea?
Se convence de que soy la inquilina de la antigua portería
cuando le nombro a los propietarios del edificio y a un par de vecinos más.
—Bien, suba —dice más conforme—, pero solo media hora. Voy a cerrar —Y cuando espero que me dé la llave, añade—: La puerta está abierta.
Salida: Calle Mallorca,
Barcelona ̴ 26 de julio 2017
El ascensor me cautiva. El mismo espejo biselado,
el mismo asiento diminuto, la madera de caoba reluciente en sus bordes redondeados.
Solo la botonera ha sido sustituida por un antiestético panel digital, pero yo
todavía veo aquel cuadro dorado de timbres bailarines que necesitabas apretar a
fondo para que se pusiera en marcha. El ascenso, lento y trabajoso, sigue
acompañado de la música renqueante de su motor de ultratumba, pautada por el clic-clac que se oye al rebasar cada
piso.
El espejo nos encuadra a las dos: yo y la niña
despeinada con la pelota bajo el brazo. Zapatea impaciente. ¿No tendrías que ir
al aseo? No tengo tiempo, me dice. Y sale disparada en cuanto abro las dos
hojas de la puerta del ascensor que se ha parado en el quinto. Subo el último
piso a pie, porque sigue sin llegar al sexto. La puerta de la vivienda,
totalmente cambiada, está muda. La de la terraza, abierta. La niña ha
desaparecido.
Lo primero que he visto ha sido la baranda. Ese
patrón del hierro forjado, tan mío, me ha vuelto a poner trenzas y en los pies aquellas
sandalias de goma transparente. Imposible olvidar ese dibujo que recorrí tantas
veces con los dedos, incluso su sabor me ha vuelto a la boca. Me gustaba lamer
el hierro caliente bajo el sol de mediodía mientras observaba la vida pasar,
allá abajo.
Recorro la azotea casi de puntillas, para no pisar
los recuerdos. Aunque todo está cambiado, las historias brotan a cada paso que
doy, hasta me ha parecido reconocer la huella de nuestras manos sucias sobre la
pared de los lavaderos. He visto pinzas de la ropa desfilar como soldados sobre
las lavadoras, el foso de los leones en el fondo de un lavadero y, en un rincón,
restos de los sputniks que hacíamos
con cerillas y papel de plata. He visto pisos enteros pintados por mí sobre el
terrazo, pisos de tiza en los que vivía cuando buscaba otra
vida que la que teníamos. ¡Cuánta imaginación! Hubiera seguido con las guerras
de agua, los números circenses y, mucho más adelante, con las verbenas, las
noches estrelladas y los colchones al raso, cuando la canícula no nos dejaba
dormir. Hubiera seguido con todos los mundos fantásticos que veíamos en
cualquier objeto cotidiano, navegando por el mar infinito de nuestra
imaginación, pero un rumor de puertas y llaves desde la escalera me recuerda
que he sobrepasado la media hora y debo marcharme.
Son las ocho de la noche y todavía estoy mirando
fotos en blanco y negro. Hay una en la que estamos los cuatro, Mateo, Álvaro,
Bruno y yo, con la baranda al fondo, la misma que hoy he repasado con el dedo,
como hacía entonces. Cuando la he vuelto a ver, me ha parecido que me devolvían
algo perdido. Ellos están en pantalón corto y en posición de firmes, como
ordenaba papá; yo con aquel vestidito de cuadros de colores lleno de remiendos que
se hizo eterno. Nadie sonríe. Todos llevamos las rodillas sucias.
Las doce y cinco. Ya es jueves. No tengo sueño,
tampoco quiero irme a dormir. Esa azotea tan nuestra me ha sacudido por dentro.
La foto de nosotros cuatro sigue sobre la mesa, contándome cosas que no sabía.
Nuestras rodillas sucias contrastan con la rigidez de nuestras caras. Un mundo
de fantasía y libertad que se evade de otro opresivo
y tenso. Hay otros recuerdos más allá del dolor, me lo han dicho nuestras
rodillas sucias, las columnas de mármol cuando he querido abrazarlas, la
baranda cuando he seguido sus curvas con el dedo, la nostalgia de las noches
tachonadas de estrellas que presagiaban que algo maravilloso aguardaba en
alguna parte. No todo fue dolor. No fueron solo las crisis violentas de papá y
el llanto a escondidas de mamá. Aquello nos dotó de una fantasía poco común que
nos hizo libres y el humor se hizo un hueco entre nosotros. El humor es una estupenda
válvula de escape. Esa arma aprendimos a utilizarla, ¡ya lo creo! Lo único que
aún me entristece es que el dolor no nos uniera, que nos hiciera islas
independientes.
LOS DÍAS AUSENTES
Me pasa a menudo que las ideas brotan una detrás de otra, como si la fantasía tuviera prisa por disparar sus últimos cartuchos. Así es últimamente. Por primera vez en muchos años tengo más proyectos que recuerdos. No sé quién dijo eso, pero ahora lo hago mío, porque enlazo un proyecto tras otro. Como hoy, que he decidido seguir el viaje que emprendí ayer. Me lo sugirió el llanto de la niña que oí tras la puerta muda al volver de la azotea, la niña que nació un 6 de octubre con una clavícula rota a las diez y cinco de la mañana. Me palpo la clavícula buscando la pequeña protuberancia que siempre asocié con aquella rotura y me prometo que seguiré ese viaje y escogeré dónde apearme.
Primera parada. Colegio de
niñas de la calle Dulcet ̴ 8 de agosto,
2017.
Al bajarme del coche me doy cuenta de que, como entonces,
me siento extranjera en estos barrios de la alta burguesía. Nunca he formado
parte de esto.
La verja del lado norte está abierta. Bajo por el
sendero que desciende hasta el edificio entre las coníferas que aún montan guardia
a ambos lados del camino. La parte señorial sigue ofendida por el añadido
moderno que la profanó. La piedra calla, desmemoriada, pero desde las ventanas
del tercer piso me llegan sus voces, aquellas voces petulantes que me llenaron
de ausencia. ¿Yo en la fila junto a la Martín-Tontalvo?
¡No, qué asquito! ¿Has visto qué pinta, este año? ¡Parece salida del hospicio!
Las oigo, sí, pero ya no las escucho. Ahora son solo aquellas pobres niñas
ricas, sus ofensas no pueden hacer diana porque el hoy nos ha igualado, si no
en gustos, costumbres y dinero, sí en fracasos, obstáculos y enfermedades. Si
ahora las viera, podríamos hablar tranquilamente sobre la soledad, seguro que ya
la han conocido.
Miro a mi alrededor, busco sin saber qué busco. En
un recodo, ajenas al tiempo, las bromelias persisten en sus brotes de fuego y
se pierden en su procesión escandalosa e irreverente camino de la capilla. Sigo
su eclosión de rojos, fucsias y naranjas hasta llegar a la placeta. Allí, apenas
distingo la puerta de madera labrada de la iglesia, tan solo el rastro de sus
contornos borrados por el tiempo. Los goznes, cubiertos de pátinas de
herrumbre, la han hecho pétrea, y los filodendros le han barrado
definitivamente el paso. Me vuelvo al recordar el pequeño estanque que había
justo enfrente y me descubro todavía allí, contándole mis penas a los nenúfares,
a mis amigas las ninfas de agua que me escuchaban inmóviles. Miraba sus faldas
flotar en el espejo del agua, donde el sol me hacía guiños de complicidad. ¡Qué
riqueza la mía! ¿Y el lago? Doblo la esquina y lo veo aparecer, dilatado y
manso. Me apoyo en la baranda y nos contemplamos. Soy yo, he crecido, le digo
solemne, y me cuenta que ya no está la barca en el embarcadero ni las ocas que
graznaban impertinentes, pero que todavía guarda todas mis confidencias, esas
en las que le repetía algo impreciso sobre la soledad.
Sigo hasta la pineda. Ha perdido frondosidad, pero
sus pocos árboles me recuerdan la mágica noche de verano en que allí se
representó Antígona. Un escenario improvisado
iluminaba con sus focos la penumbra de sus contornos. En la semioscuridad, los
pinos habían decorado sus copas con estrellas y se habían perfumado de noche. Una
felicidad inesperada me roza los sentidos. Fue entonces cuando se me llenó el
pecho de bosque y cielo, cuando aprendí a respirar más allá del entorno hostil que
me marginaba. No fueron días ausentes. Aquellos pedazos de cielo me
pertenecieron como me pertenecen ahora los que adornan mi ventana, cada mañana,
al despertar.
I HAD A HOUSE IN HOLLAND...
Me llamó el domingo y pensé enseguida en términos de viaje. Tengo ganas de ver otra vez las casas que habité, le dije, y Wilma ya me había sacado los billetes antes de colgar. Me alojaría en su casa y programaríamos un encuentro con Tess, así de fácil. La excusa era una nueva parada del tren de largo recorrido que había iniciado viaje en la azotea de la calle Mallorca, pero hubiera servido cualquier otra para un rendez-vous a tres bandas. El martes me recogerá en Schipphol a las 19:55. En martes ni te cases ni te embarques, le traduje. ¡Déjate de tonterías!, contestó, y me envió los billetes por e-mail.
Segunda parada. Finca urbana del
siglo XIX ̴ 7 de Septiembre,
2017.
Anteayer me instalé en casa de Wilma y familia. El
marido de Wilma puso un utilitario de alquiler a mi disposición para que me
moviera a voluntad porque ellos trabajan y necesitan sus vehículos. Así las
gastan mis amigos de Zeist, una ciudad señorial donde ellos tienen su acomodado
chalet en los bosques que circundan la ciudad.
He salido temprano en dirección a Utrecht. Las
autopistas están llenas, nada que ver con las que dejé en los años ochenta. Me
cuesta llegar hasta el centro y aparcar en Vredenburg.
La plaza está irreconocible, pero el camino hacia la que fue mi primera morada
lo encuentro sin problemas. Cuando avanzo por la Wijde Begijnestraat temo no encontrarla en pie, pero al final de la
curva, aparece su majestuoso perfil como en un sueño. Esperaba verla decrépita
con sus ciento veintidós años de vida, sin embargo está espectacular,
restaurada y cuidada. Me apoyo en la pared del edificio de enfrente para
contemplarla. Respiro hondo. La casa sigue impregnando de época el paisaje
urbano, con su fachada de hastial escalonado y su puerta adornada con un
complicado trabajo en hierro forjado plateado, como una joya ostentosa. Las
ventanas, enormes, tienen las cortinas corridas, la pequeña del desván, en la
cúpula, no. Sobre ella, el recuadro de piedra blanca con el grabado 1895 parece
vanagloriarse de su buen aspecto. Ahí empezó todo. En ese desván del siglo XIX.
La distancia y los años me devuelven dos vidas paralelas: la que avanzaba sin
él, en un país por estrenar, y la que se desplomaba con él conforme cumplía
años nuestro matrimonio. Catorce años de muchas victorias personales: el
idioma, un trabajo estable, vida social, buenas amistades y la consideración de
nativa debido a mi integración profunda. Sin embargo, el sabor del fracaso es
tan potente que contamina todo lo demás y la amargura predomina en mis
emociones.
Aunque las cortinas están cerradas me acerco y
pulso el timbre. Nadie responde. Debe estar alquilada a algún pequeño
empresario o autónomo. Tampoco veo un letrero que pueda indicarme dónde llamar.
Frente a la puerta cerrada, cierro los ojos y subo por la escalera angosta que
me lleva en difícil escalada hasta el primer piso. Avanzo hacia el interior y
vuelvo a oír el crujido de los viejos suelos de madera bajo la moqueta. Los
altos techos susurran secretos que, veintidós años atrás, dejé abovedados en
los rincones de la techumbre. Me elevo hacia ellos, pero un bocinazo me
devuelve a la calle.
De vuelta a Vredenburg
se me ocurre llegarme hasta el Oudaen y
allí desempolvar los recuerdos que he recogido. En el Oude Gracht me apoyo un momento en la baranda del canal, justo donde
la perspectiva consigue que los puentes se contengan el uno al otro, como si de
un juego de matrioskas se tratara. Cuando me canso de admirarlo, entro en Kasteel Oudaen, busco una mesa frente al
canal y pido un lunch ligero. El Oudaen está cambiado, pero sigue siendo
el palacete por excelencia del viejo Utrecht y almuerzo entre cortinajes y
lámparas de araña. Mis recuerdos se esparcen sobre la mesa.
Mi amargura nunca fue total, no es posible que solo
me quede el sabor del fracaso. Miro por la ventana, hacia los árboles del canal.
Las ramas siguen caminos inesperados. Me quedo con la mirada perdida en unos
brotes nuevos. Mi ilusión también era así, tierna y llena de fuerza. Tenía veinticuatro
años y estaba fascinada por lo que veía. Recuerdo mi asombro ante los
contrastes de las dos Holandas: una pionera y revolucionaria y otra anclada en
el pasado y de ideas rígidas. Lo sorprendente era cómo se toleraban. Mi vida en
el seno de una familia holandesa fue un privilegio vetado al turista. El país hay
que verlo desde dentro para llegar a comprenderlo y a amarlo. Amé las
costumbres, las conversaciones pautadas en las que los hablantes esperaban su
turno, el sistema democrático en el que la eficiencia era la norma. Ese era el
marco, el decorado, el fondo amable en el que se suponía que él y yo… Sin
embargo, él y yo fuimos tan solo un esbozo de algo que no prosperó.
Mi matrimonio no funcionó desde los inicios, fue un
espejismo que duró catorce años. Durante todo aquel tiempo estuve diciéndome
que las cosas cambiarían, pero no cambiaron. La infelicidad de un depresivo se
acaba convirtiendo en la tuya, y no reconocer el problema puede derivar en
hacerte sentir culpable de su desgracia y degenerar en un sutil maltrato psicológico
camuflado tras una civilizada convivencia. Los problemas se vencen
afrontándolos pero nunca ignorándolos, porque no se puede luchar contra un
enemigo invisible. De todas formas, las relaciones, sea cual sea su problema,
fracasan cuando no hay comunicación ni complicidad. Lo difícil de explicar es por
qué aguanté tanto tiempo si siempre fue así. Me lo preguntaron muchos porque
era lógico, y me molestaba que lo hicieran. Ahora no. Ahora sé que yo me agarré
a un clavo ardiendo porque había huido de mis orígenes y había quemado mis
barcos. Me incomodaba la pregunta porque la razón era difícil de aceptar. El
autoengaño respondía por mí. Mi vida estaba en Utrecht, Barcelona había quedado
vacía. No había vuelta atrás. Solo tenía algún contacto con Mateo, el mayor de
mis hermanos, y era gracias a Lucía, su mujer, porque nosotros crecimos juntos,
pero no revueltos. Y cuando esperaba encontrar aquí la familia que tanta falta
me hacía, escogí, sin saberlo, a quien no quería crearla. Hay quien dijo que la
diferencia de mentalidad y el idioma fueron la causa. ¡Que ilusos! No me
conocieron ni entonces ni ahora. Me acostumbré tanto al país que me costó más
de un año dejarlo. Luego están los que no entienden por qué volví a Barcelona. Aquí
sí hay cierta lógica, pero el emisor no puede explicar lo que el receptor no
puede entender. No es una cuestión que pueda
razonarse. El corazón tiene sus razones, a menudo inexplicables.
Miro al canal. Al fondo de sus aguas van a parar
cientos de bicicletas viejas cada año. Yo no voy a hacer lo mismo con el tiempo
que estuve aquí. Tengo la inclinación de borrar los periodos de mi vida que me
causaron dolor en lugar de descubrir lo que me aportaron.
He vuelto a Zeist para la cena. Tess era la sorpresa. Me esperaba en casa de Wilma. Nos hemos acicalado y hemos salido a cenar las tres a uno de esos restaurantes caros que hay al pie de las arboledas. Tres cubiertos, camareros que te llenan la copa a cada sorbo y todo eso que a Wilma le gusta tanto. Hemos hablado horas y horas. En las amistades que dejé atrás descubro la Holanda que me hizo feliz y que perdura en el tiempo.
Tercera parada. Una casa con
jardín ̴ 8 de Septiembre,
2017.
Mañana vuelvo a Barcelona, así que decido ir a
Nieuwegein y no al piso de Overvecht
que ha dejado menos huella en mi memoria. En Overvecht pasamos nuestros primeros años de matrimonio. Sin embargo
allí el autoengaño era tal, que ni me percataba de mi infelicidad. Es difícil que
pueda recordar algo significativo de aquel periodo.
Entro en Nieuwegein desde la autopista y sigo los
indicadores hasta el barrio de Zuilestein.
Está cambiadísimo. Antes quedaba en la periferia de la ciudad pero se ha
seguido construyendo hacia Utrecht y ha quedado dentro de la villa. Aparco en
la que fue mi calle y voy hasta allí. El barrio es residencial y está desierto.
Al acercarme reconozco enseguida el jardín delantero, que sobresale algo más
que los otros porque las casas unifamiliares no están en línea. Un capricho del
constructor para romper la monotonía. El jardín delantero está muy cuidado. Han
hecho un caminito serpenteante de adoquines hasta la puerta y han cubierto la
entrada con un tejadillo para resguardo de la lluvia. La ventana de la cocina,
sin cortinas, me permite ver hasta el otro lado de la casa donde se vislumbra
el jardín trasero. Un suspiro denso y cargado me atraviesa el pecho. Duele. Es
la casa que abandoné cuando mi matrimonio ficticio me explotó en las narices. Sois un par de amigos, mejor o peor avenidos,
pero no sois pareja, le oí decir al terapeuta que nos ayudaba. Todos esos
descubrimientos fueron abofeteando mi espíritu que, entonces, no andaba bien
de ánimo ni era muy abierto de miras. Además, fue un autoengaño a dos voces que
se retroalimentaba. Yo me lo creo porque tú te lo crees, y así en destructivo
avance por nuestras vidas.
No ha pasado nadie desde que estoy aquí parada. Temo
que alguien me esté observando, que vigile mis movimientos desde alguna ventana y piense que no soy de fiar. Camino hacia el final de la calle para entrar en la
vereda de atrás. Ahora está asfaltada. Llego hasta la casa. El jardín es
bucólico. Parterres con plantas silvestres, gravilla en lugar de césped, una
acacia donde nosotros teníamos la magnolia, la cerca está desnuda, ya no la
trepa nuestra madreselva… Me echo a llorar. El suspiro cargado ha soltado
amarras y me echo a llorar, por mí, por él. Me siento en el suelo, de espaldas
a la casa, la espalda apoyada en el cobertizo. Corren lágrimas imparables. ¡Cuánto
sufrimiento inútil! No he mirado a las ventanas, he sido incapaz, porque he
recordado la foto que hice de él cuando la casa estaba en construcción y se
encaramó a la ventana que sería de nuestra habitación, una habitación que
resultó ser de noches yermas y despertares mudos.
Me levanto con dificultad y me vuelvo al coche,
preguntándome si no debería haber venido. Me siento abatida.
He cenado con Wilma, su marido y sus dos hijos. Un
plato único y un pastel de manzana y pasas todavía caliente del horno. Me
recuerda el apfelstrudel de Viena.
Han notado que tenía el ánimo bajo, pero no han preguntado nada. Cuando me he
quedado a solas con Wilma le he contado mi reacción frente al Carillonlaan 22. Es normal, me ha dicho,
pero curativo. Wilma es parca en palabras, pero sabe muy bien sentir en
silencio conmigo.
Ya es sábado. No nos queda mucho tiempo porque el
avión sale a las 14:25. Me despido de Tess por teléfono y Wilma y yo vamos
hasta Schipphol en su deportivo. En el aeropuerto tomamos el lunch mientras hacemos planes para el
próximo rendez.vous, esta vez en
Barcelona. Quiere ver el Parque Güell otra vez, y lo que se tercie, añade. La
excusa es el parque, el motivo eres tú, me dice. Nos despedimos con ese abrazo
corto y efusivo tan típico de Wilma en el que se le velan los ojos.
¡’Het was geweldig, El!,[1] grita desde
lejos cuando me incorporo a la fila de control de pasajeros. Quiere decir te
quiero, pero necesita camuflar sus palabras y algo de distancia para
pronunciarlas. Wilma, siempre tan contenida.
DE NUEVO EL CIELO
Amanezco en mi casa de Gavà. Mientras miro el pedazo de cielo desde la cama me acuerdo del pájaro que se estrelló contra mi ventana. Mi receso está resultando muy intenso. Quizá voy demasiado aprisa por los corredores del pasado. El cielo me dice que deje pasar unos días, unas semanas, antes de visitar mi última dirección, la última parada de este tren de largo recorrido, para que las emociones salgan a flote de una en una, sin atropellarse.
Cuarta parada. Un apartamento
lleno de amaneceres ̴ 24 de Septiembre,
2017.
He llegado en metro porque aquí es imposible
aparcar y todos los parkings quedan lejos. Subo las interminables escaleras de
la estación de Penitents. Este lugar
no me trae un solo recuerdo triste. Aunque los hubo, la balanza se decanta por el
amor, que entró a raudales por sus ventanas, junto con el sol. Fueron dos, uno azul y otro rojo.
Salgo a la calle y subo la pendiente. El edificio,
de solo tres pisos, tiene forma de escalera porque los apartamentos están construidos
en una pendiente y a media altura el uno del otro. A cada rellano sigue medio
tramo de escaleras. Siempre lamenté que no me pudieran alquilar el de abajo
porque tenía terraza y el mío solo balcón, pero en la planta baja me hubiera
perdido los amaneceres. Toco el timbre del tercero-A. Nadie. Recorro los
jardincillos de la entrada y me siento en la repisa de las jardineras. El
apartamento es muy fácil de imaginar: un solo ambiente, habitación y baño, y un
pequeño balcón cuadrado que agrandaba el espacio al estar separado por una
cristalera. Así era la morada minúscula que dio cabida a mis dos amores: el azul, porque era once años más joven, y el rojo, el pasional, que venía con música de
fondo.
Cada mañana, el sol entraba por mis ventanas
pintando el cielo de rosas, naranjas y violetas. El amor azul fue una locura
que nos cegó a los dos. Él veía en mí a una poderosa amazona que a lomos de su
corcel le mostraba el sendero de la vida, y yo me dejé llevar por su entusiasmo
ante la madurez. ¿O quizá porque subía las escaleras de dos en dos y todavía
tenía energía para llevarme a la cama en brazos? Me veo obligada a reírme un poco de mí misma y de esta relación que
solo nos duró dos meses, porque no teníamos nada en común ni aquello tenía
futuro. Nuestra locura se desató un día en que recibí un ramo de rosas con una
tarjeta que decía: Te recogeré a las
cinco. Y a mí me sedujo aquella proposición valiente. Te recogeré tanto si
quieres como si no. Por aquel entonces yo peleaba por tener suficiente para
vivir y ahora comprendo que estos romances solo se desencadenan cuando tu vida
va dando tumbos y recoges cualquier emoción que encuentras por el camino, sin
reflexionar sobre su trascendencia.
Los amaneceres seguían protagonizando mi vida. El
sol salía cada mañana y así era también con mi predisposición para un nuevo
idilio. Y llegó el amor rojo.
Mauricio entró en mi vida de la forma más habitual.
Nos presentaron. Ni se me pasó por la cabeza que un apretón de manos se
convertiría en un beso sobre el dorso de la mía. No estaba yo precisamente para
galanterías luchando como luchaba por vender enciclopedias (así me ganaba
entonces la vida). No recuerdo qué le dije. Sería algo así como “espero que me
la devuelva, la necesito para conducir”. Mi bravuconería le cautivó. A la
semana estábamos citados en el Zurich. A las dos semanas me cantaba al oído el Aria di Edgardo de Lucía di Lamermoor durante un ensayo en el Liceo, y al cabo de
cuatro meses me perdía por las calles de Aguascalientes
de su brazo, entre mariachis y desayunos opíparos. Si alguna vez he conocido la
felicidad tengo que reconocer que fue entonces, cuando comprendí que es un buen
asunto que dos personas se encuentren cuando ni siquiera se estaban buscando.
Lo nuestro duró tres años. Tres años de cartas e
idas y venidas, Liceo arriba, Liceo abajo. Solo nos veíamos en sus actuaciones
o en mis viajes a México. No lo teníamos fácil. Un océano por medio y una
convivencia en términos de visita. La vida con un artista está condenada al
fracaso. Los artistas viven en perenne sublimidad, no tocan de pies a tierra. Y
nos llegó el día en que comprendimos que uno de los dos tenía que renunciar a
una vida propia. Aun así, es el único amor que no me ha dejado amargura. Se
desplomó, pero lo que tuvimos permanece.
He caminado hacia la estación de metro. Vuelvo a
casa. Metro hasta Paseo de Gracia y tren a Gavà. Sentada en el andén medito
sobre lo que aquel apartamento adornado de amaneceres me dejó en la memoria. Mi
situación económica vivía al límite del fallido, tuve una enfermedad grave y
perdí dos veces el empleo en edad muy conflictiva para una reincorporación al
mundo laboral. Ninguna de mis desgracias pudo destronar estas pasiones.
Al llegar a casa miro las fotos de Mauricio y la infinidad de recortes de periódico que todavía guardo. No hemos perdido el contacto, pero ya no es aquel. Sus mails no siempre los leo, quizá él tampoco los míos.
Quinta parada. Un sueño
premonitorio ̴ 30 de Septiembre,
2017
Esta noche estoy nostálgica. Será porque es 30 de
septiembre y siempre recuerdo la misma canción: Septiembre se muere, se muere dulcemente, y en su luz amarilla, mis sueños palidecen.
Estoy organizando mis actividades, quisiera añadir
algún voluntariado. Siempre me lo propuse y nunca lo llevo a cabo desde que
dejé de colaborar con Caritas. Tengo
dos folletos sobre la mesa. El de Caritas
que me propone la misma ayuda escolar a niños de familias con pocos recursos, y
uno de Migra Studium para colaborar
con los emigrantes en el ámbito de la enseñanza. He leído con detenimiento el
de la ayuda a la emigración. Es un tema que me atrae, me siento muy implicada.
Cuando estoy leyendo la letra pequeña del folleto me quedo dormida en el
sillón.
Estoy en la
cama, leo a García Márquez y sus Cien
años de soledad. Tengo los ojos muy deteriorados y leo con dificultad a
través de unas gafas nuevas. Un hombre de color se pasea por la casa. Lleva los
pies descalzos y camina con una cadencia sudafricana, casi bailando. Me fijo en
sus pies. Tiene los dedos muy separados y se agarran con fuerza a la tierra que
pisa. De pronto asoma por la puerta y me da las buenas noches. Le digo
amablemente que cierre el gas antes de acostarse. Ya hice, me contesta. Tu
dueme, dueme de noche para así no dueme de día. Es un hombre agradable y
siento ternura por su aspecto frágil. Con la mirada le sigo por la casa. Cuando
pasa por el comedor veo unos folletos de Migra
Studium sobre la mesa. ¿Está este hombre en mi casa porque trabajamos
juntos en Migra Studium? De repente
siento ganas de ir al baño y me levanto, pero no puedo entrar porque lo
encuentro ocupado. Salomón, digo mientras llamo a la puerta, no tardes que necesito
entrar, date prisa, date prisa…
Me despierto en el sillón y me levanto enseguida
para ir al baño. Cuando vuelvo recojo el folleto de Migra Studium que había caído al suelo. Mañana llamaré, me digo, es hora de ir a dormir.
El sueño, tan reciente, vuelve a mis pensamientos. Me ha dejado un recuerdo agradable y siento ganas de seguir en él. ¿Salomón?, pienso mientras abro la cama. Yo conocí a un Salomón que también era negro. Era muy alto y delgado, como un watusi. Teníamos menos de veinte años. Me venía a buscar en traje y corbata y me daba un solo beso por noche. ¡Qué tiempos aquellos!, digo en voz alta.
Me acuesto con el corazón joven y en paz.
Epílogo
Se sabe que Elisa se mudó a Vilajuïga a sus sesenta
y cuatro años. Desde allí colaboró con Migra
Studium por la causa migratoria. Algunas
veces, Salomón, un activista de Ghana, se quedaba en su casa para preparar
juntos algún cometido puntual de la fundación. Elisa procuró que su casa fuera
como las anteriores: cómoda, acogedora y con muchas plantas. Salomón siempre le
decía que su casa era un jardín interior. “Estoy muy agradecida a los hogares
que me han acogido a lo largo de mi vida, por eso los trato bien”, decía ella.
Escribió varios libros, entre ellos un ensayo sobre la madurez. Las tres máximas de su ensayo eran:
- El arrepentimiento llega solo por lo que no hemos hecho.
- En la vida nos decepcionan, pero también nosotros decepcionamos, por eso rectificar es de sabios.
- Todos maduramos, o no, pero hay algunos aspectos en los que maduramos menos.
Un 6 de octubre, cuando ya contaba 98 años y la
dificultad para caminar hacía tiempo que la había sentado en una silla de ruedas, se acostó con
la firme decisión de no despertarse por la mañana porque creía que la vida
tenía poco que ofrecer cuando se ha de depender de otros. Su deseo se cumplió.
Por la mañana, la señora que la asistía confirmó que no se había despertado y
que la noche anterior se había despedido de ella con extrañas palabras: “Hasta
aquí hemos llegado”, había dicho Elisa.
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