DOS VENTANAS - 23/10/2021

 



Más que los ojos son los pulmones de este primer piso que, por suerte, no tiene edificios que le hagan sombra. Pero soy menos afortunada con las vistas. Las dos miran al mismo lugar, el jardín de mis convecinos, que a su derecha, limita con un desvencijado conjunto de techumbres bajo las que habitan inquilinos que piensan morir en esas chozas, que los propietarios no restauran a la espera de que cumplan su promesa.

La parte izquierda es, pues, la más agraciada; la derecha presenta un mosaico de deshechos compuesto por trozos de uralita, pedazos de plástico, cortinas roídas, palos apuntalados y ladrillos colocados en lugares estratégicos para que el viento no se lleve tanta improvisación. Un paraje que un neón de carretera norteamericana podría anunciar como Parches y Pedazos Unidos, S.A.

Pero vayamos a la parte buena. El jardín. Uno debería sentirse privilegiado de poseer un jardín de 130 metros cuadrados en plena ciudad. Sin embargo, es este un lugar de abandono donde viene a morir todo lo que ha dejado de ser útil: un banco de piedra caduco, rescatado de alguna casa en ruinas, que se colocó torcido y torcido sigue; una cesta de baloncesto recostada en difícil equilibrio contra una pared desde que un fuerte viento la desplazó hasta allí; un terraplén con la jaula que habitó un conejo. El conejo desapareció, pero la jaula insiste en quedarse cosechando óxido hasta convertirse en pieza de museo. Tres árboles frutales, cansados de esperar, abandonan tristes sus frutos que se pudren en el suelo, y un perro de la tercera edad, siempre solo, llora constantes dolores reumáticos.

Me pregunto por qué vivirán de espaldas al jardín. Tengo varias hipótesis; que el jardín está a la vista de todo el barrio y no les ofrece intimidad; que solo le interesaba a la abuela y ahora ya no puede pateárselo porque va de la cama a la silla de ruedas y viceversa; y la más probable: que los propietarios son alérgicos al aire libre y con un pelín de síndrome de Diógenes.

Pero yo lo miro desde otro ángulo, el de la naturaleza que todo lo sana y todo lo cubre. Las trepadoras, en salvaje estampida, intentan llegar cada vez más cerca y trazan lazos que unen y dignifican cuanto encuentran a su paso; los árboles frutales (un níspero, un limonero y un alcornoque), son el punto de encuentro de todos los pájaros del barrio que llenan mi casa de gorgoritos inéditos. Y el afán del verde por conquistarlo todo dejará pronto la canasta de básquet integrada a la pared y armonizará el conjunto hasta que me parezca que estoy frente al jardín de palacio.

En el fondo deseo que este armonioso desorden me acompañe muchos años. Me asegura que no levantarán una pared que se llevaría el verde, los trinos, la brisa que canta en las hojas, el sol que besa mi alféizar y el trozo de cielo que me corresponde. Y además, de noche, todos los gatos son pardos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario