Más que los ojos son los pulmones de este primer piso que, por suerte, no tiene edificios que le hagan sombra. Pero soy menos afortunada con las vistas. Las dos miran al mismo lugar, el jardín de mis convecinos, que a su derecha, limita con un desvencijado conjunto de techumbres bajo las que habitan inquilinos que piensan morir en esas chozas, que los propietarios no restauran a la espera de que cumplan su promesa.
La
parte izquierda es, pues, la más agraciada; la derecha presenta un mosaico de
deshechos compuesto por trozos de uralita, pedazos de plástico, cortinas
roídas, palos apuntalados y ladrillos colocados en lugares estratégicos para
que el viento no se lleve tanta improvisación. Un paraje que un neón de
carretera norteamericana podría anunciar como Parches y Pedazos Unidos, S.A.
Pero
vayamos a la parte buena. El jardín. Uno debería sentirse privilegiado de
poseer un jardín de 130 metros cuadrados en plena ciudad. Sin embargo, es este
un lugar de abandono donde viene a morir todo lo que ha dejado de ser útil: un
banco de piedra caduco, rescatado de alguna casa en ruinas, que se colocó
torcido y torcido sigue; una cesta de baloncesto recostada en difícil equilibrio
contra una pared desde que un fuerte viento la desplazó hasta allí; un
terraplén con la jaula que habitó un conejo. El conejo desapareció, pero la
jaula insiste en quedarse cosechando óxido hasta convertirse en pieza de museo.
Tres árboles frutales, cansados de esperar, abandonan tristes sus frutos que se
pudren en el suelo, y un perro de la tercera edad, siempre solo, llora constantes
dolores reumáticos.
Me
pregunto por qué vivirán de espaldas al jardín. Tengo varias hipótesis; que el
jardín está a la vista de todo el barrio y no les ofrece intimidad; que solo le
interesaba a la abuela y ahora ya no puede pateárselo porque va de la cama a la
silla de ruedas y viceversa; y la más probable: que los propietarios son
alérgicos al aire libre y con un pelín de síndrome de Diógenes.
Pero
yo lo miro desde otro ángulo, el de la naturaleza que todo lo sana y todo lo
cubre. Las trepadoras, en salvaje estampida, intentan llegar cada vez más cerca
y trazan lazos que unen y dignifican cuanto encuentran a su paso; los árboles
frutales (un níspero, un limonero y un alcornoque), son el punto de encuentro
de todos los pájaros del barrio que llenan mi casa de gorgoritos inéditos. Y el
afán del verde por conquistarlo todo dejará pronto la canasta de básquet
integrada a la pared y armonizará el conjunto hasta que me parezca que estoy
frente al jardín de palacio.
En
el fondo deseo que este armonioso desorden me acompañe muchos años. Me asegura
que no levantarán una pared que se llevaría el verde, los trinos, la brisa que
canta en las hojas, el sol que besa mi alféizar y el trozo de cielo que me
corresponde. Y además, de noche, todos los gatos son pardos.
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